Alrededor de diez años atrás el sistema judicial del país empezó a mostrar graves síntomas de una crisis de fondo y forma que originó la preocupación y malestar de toda la sociedad. Tan graves fueron los indicios, que inclusive determinaron que altas autoridades del Estado hiciesen severas críticas a ese patológico estado de cosas. Tanta inquietud se reflejó inclusive en funcionarios del Estado que diagnosticaron esa crisis como que llegó a un grado de “putrefacción” y se debía proceder no solo a terapia intensiva sino a un tratamiento de alta cirugía. Naturalmente, para reducir la culpabilidad los “pajpakus” se lavaron las manos, echando la culpa al pasado republicano.
Por esa actitud oficial ante el Órgano Judicial se imaginó como solución el cambio de magistrados por vía de la elección popular, medida que, sin embargo, fue un fracaso que las mismas autoridades reconocieron, pero en vez de corregirla, la repitieron en forma deliberada, produciendo un caos de mayores proporciones.
En efecto, en vez de que sea curado ese anormal estado judicial, la medicina resultó peor que la enfermedad, el mal hizo metástasis y se extendió con carácter canceroso. Es más, la enfermedad fue facilitada por el mismo Estado que, en primer lugar, vio el asunto de forma despectiva, en nivel secundario y enseguida siguió aplicando los antiguos tratamientos y medicinas que daban muerte al paciente.
El grave estado de salud de la justicia continuó su empeoramiento y los casos de desasosiego aumentaron no solo en cantidad sino en calidad, a punto de causar estupor, hecho que se atribuyó a que había desaparecido la independencia judicial y que el aparato de administrar justicia se convirtió en dependencia incondicional del Ejecutivo, cuyas órdenes cumplía a pie juntillas.
La crisis debía estallar más temprano que tarde. Entonces explotó otro escándalo de gran magnitud que llevó al colapso a todo el sistema. Ese punto de inflexión fue el caso de la juez, Dra. Patricia Pacajes, un equipo de fiscales y aun altos funcionarios de Estado, que en conducta tenebrosa fueron descubiertos in fraganti, al haber condenado a veinte años de cárcel a un inocente, a quien se le negó defensa oportuna y se lo acusó, con conocimiento de causa, de que no tenía responsabilidad en el delito del que se lo acusaba. Es más, se siguió un juicio con pruebas prefabricadas que, además de ser falsas y reconocidas, no fueron corregidas y se las siguió utilizando.
En esa forma, quince años de ofertas estatales de “reformar la justicia” terminaron en un enorme cero y se constató que la justicia, que ya estaba “podrida”, llegó a grados extremos, incluyendo el prevaricato del Tribunal Constitucional que dictó una sentencia contraria a la Constitución y la voluntad soberana del pueblo expresada en el referéndum del 21 de febrero de hace dos años.
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