Beatriz Tarancón Sánchez
Soy abogada y me licencié en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid en el año 1995. En plena democracia aún estaba vigente el Plan de Estudios aprobado por Decreto del Ministerio de Educación Nacional de 11 de agosto de 1953 (BOE de 29 de agosto de 1953). Yo comencé estos estudios aunque deseaba estudiar Filología Hispánica debido a que un orientador en Secundaria me aconsejó que estudiase una carrera universitaria “con mayores oportunidades profesionales”.
El Plan de Estudios se dividía en cinco años y se trataba básicamente de un sistema de clase magistral donde memorizando leyes, sentencias y los apuntes del profesor podías aprobar fácilmente las asignaturas. Se unían clases prácticas y seminarios específicos que seguían un criterio parecido.
El penúltimo año de carrera por circunstancias personales sufrí una grave depresión. Debido a los efectos que en la manera en que uno se relacionar socialmente tiene este trastorno decidí refugiarme en el estudio de las frías estructuras kelsenianas en que se basa nuestro sistema jurídico, hecho que se veía beneficiado a su vez por el propio sistema pedagógico.
El último año de carrera decidí abandonar el ejercicio de la abogacía como profesión y centrarme en los estudios de doctorado, aislándome del contacto social. Dejé al servicio público de Salud Mental que me ayudase con la gestión de mis dificultades emocionales. Por otro lado, en toda la facultad, y en ningún Departamento o Área encontré un servicio de orientación psicológica que me entrenase en el desarrollo de habilidades de relación con clientes o en la gestión de un despacho profesional.
Ni siquiera que orientase en el ejercicio de las materias propias de las áreas de derecho público y privado, civil, mercantil, o laboral y penal.
El alumno simplemente pasaba de la simple memorización de frías estructuras legales al ejercicio de la profesión sin conocer apenas la realidad del día a día de cada área.
Siempre he pensado que la labor de un jurista, la función del Derecho es la de aportar soluciones a los conflictos sociales. Para ello el abogado debe tener la capacidad de relacionarse con su cliente de modo que sea capaz de comprender su situación en perspectiva. Exige un diálogo fluido, una valoración de su situación personal, patrimonial con tal nivel de clarividad mental que le permita ponderar las soluciones más óptimas para su caso.
La casuística en el derecho continental no es algo que se valore por el ordenamiento jurídico porque la configuración kelseniana de los sistemas constitucionales ha creado una imagen poco flexible del jurista como operador con una amplia variedad de institutos y mecanismos para reconducir situaciones conflictivas.
No obstante institutos anglosajones como la mediación y el arbitraje se van abriendo paso en unos sistemas demasiado apegados al foro de Juzgados y Tribunales. La fluidez y flexibilidad que aportan a la composición de intereses tanto sociales como económicos comienza a tenerse en cuenta.
Para ello el estudiante de Derecho debe contar con una amplia formación legal en resolución de conflictos, pero también con buenas aptitudes de comunicación, escucha activa, apoyo emocional, etc. Y éstas últimas no se las incluye en los actuales planes de estudios de Derecho.
Un jurista debe estar en contacto además con otros campos para entender la génesis de los conflictos, como la sociología, la administración y dirección de empresas, las relaciones internacionales, etc.
Y un campo fundamental que no debe perder de vista y que ha quedado relegado a la Filosofía del Derecho es la capacidad de expresarse correctamente por escrito. La capacidad de análisis y de síntexis en la exposición de ideas. La correcta argumentación, el uso óptimo del lenguaje jurídico. La psicología del lenguaje en este sentido puede revelar cómo un abogado con una situación emocional alterada acaba engranando ideas de forma caótica que poco le ayudarán en sus escritos.
La fría ciencia jurídica actual parece olvidar estos aspectos que considero fundamentales porque lo que está en juego son los intereses jurídicos y los derechos de los ciudadanos y es de iustitia que se los deba tener en cuenta.
La autora es Experta en diversidad mental.
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