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El lunes 1 de octubre ha quedado marcado como el día del naufragio de las esperanzas bolivianas para un retorno al mar por el Pacífico. El país cerró septiembre y se fue a dormir sin que nadie en el gobierno siquiera frunciera el ceño de preocupación. Apenas acababa de desperezarse al día siguiente cuando vino el vendaval de la Corte Internacional de la Haya, que rechazó de cuajo la pretensión boliviana de obligar a Chile a negociar una salida al mar. El país, enclaustrado desde la guerra de 1879 entre las montañas andinas y los valles y llanuras inmensas del oriente, tuvo un despertar de incredulidad. Parecía que en la cuestión magna de su existencia, había retrocedido un siglo.
Era inevitablemente cierto y el malhumor empezó a cundir. El comentarista radial más desinhibido del país mandó al Presidente a donde por lo general se va una vez al día. Todo el país fue cubierto por nubarrones. Nada será igual desde entonces.
Para el gobierno del presidente Evo Morales ha sido el equivalente a un Hiroshima y Nagashaki que no le deja otra opción que alzar las manos sin condiciones y buscar una salida honrosa para saltar de la fosa en que ha hundido a la diplomacia boliviana. Salir del foso requiere activar atenuantes inmediatos para la enorme frustración que toca a todos los bolivianos, desde Riberalta hasta Tupiza, y desde Orinoca hasta Puerto Suárez.
Será difícil liberarse de la frustración por la remoción de todos los hitos construidos a lo largo de más de un siglo, desde las gestiones ante la Sociedad de las Naciones, las notas reversales de 1950, la Declaración de Ayacucho, hasta Charaña y las declaraciones sucesivas de la OEA y de todos los documentos que suscribieron Chile y Bolivia para resolver el problema más que centenario enclavado en el corazón sudamericano. Todo se derrumbó.
El lunes fue el día de la mayor catástrofe de la historia diplomática boliviana. Los primeros ungüentos para soportar el malestar deberían pasar por la renuncia del presidente a la re-re-re y su retiro a un silencioso ostracismo sumado al compromiso con garantías plenas de una elección limpia el año próximo.
Este 1 de octubre fue como un “Maracanazo”, el campeonato mundial que Brasil perdió 2-1 ante Uruguay, cuando tenía todo preparado para la que sería una victoria bulliciosa que, en nuestro caso, obligaría, a Chile a negociar. No había siquiera una aquiescencia formal de Perú a la cesión territorial que implicaría la solución, pero la Plaza Murillo estaba preparada como para grandes festejos, hasta sahumerios cerca de una unidad del ejército que desfilaría y una banda militar y que entonaría la marcha del mar. Todo se derrumbó.
Ahora el gobierno tendrá que buscar cómo hablar con el vecino a través de la rendija que dejó el fallo del 1 de octubre. En actitud típica de sindicalista, Morales dijo que escribirá una carta al Secretario General de la ONU reclamando que el fallo de la Corte había ignorado algunas premisas del planteamiento boliviano.
El concepto al que ahora Bolivia se aferra, y el gobierno cree que aún le da pie para reclamar, está en las cinco líneas finales de la declaración, como un punto seguido, ni siquiera como párrafo independiente. “El Tribunal añade que la conclusión (con la que fueron demolidos los argumentos bolivianos) no debe entenderse como un obstáculo para que las Partes continúen su diálogo e intercambios, en un espíritu de buena vecindad, para abordar los problemas relacionados con los países sin litoral, situación de Bolivia, solución a la que ambos han reconocido como una cuestión de mutuo interés”.
Puede equipararse la frase a la propina que se deja al mesero después del banquete.
En la rendición de cuentas que se viene podrían servir como atenuantes iniciales de la abrumadora derrota, la cancelación total de la re-re-re, en el marco de una amnistía general y del mantenimiento de la palabra empeñada por el presidente para retornar a su cato de coca bajo un ostracismo que le ayudaría a blindar el olvido que espera.
El lunes, mientras se desvanecían las ilusiones que el presidente forjó durante cinco años, parecían resonar orondas las palabras de Abraham König, el plenipotenciario chileno que en 1900 escribió el epitafio para la era que comenzaba:
“¨Es un error muy esparcido que se repite diariamente en la prensa y en la calle, el afirmar que Bolivia tiene derecho de exigir un puerto en compensación de su Litoral. No hay tal cosa. Chile ha ocupado Litoral y se ha apoderado de él con el mismo título con que Alemania anexó al imperio la Alsacia y la Lorena, con el mismo título que los Estados Unidos de la América del Norte han tomado a Puerto Rico. Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones. Que el Litoral es rico y que vale muchos millones, eso ya lo sabíamos. Lo guardamos porque vale muchos millones; que si nada valiera, no habría interés en su conservación. Terminada la guerra, la nación vencedora impone sus condiciones y exige el pago de los gastos ocasionados. Bolivia fue vencida, no tenía con qué pagar y entregó el Litoral. Esta entrega es indefinida, por tiempo indefinido; así lo dice el Pacto de Tregua: fue una entrega absoluta e incondicional, perpetua. En consecuencia, Chile no debe nada, no está obligado a nada, mucho menos a la cesión de una zona de terreno y de un puerto”.
El presidente Morales y los negociadores ignoraron la premisa brutal que encierra la expresión lapidaria del plenipotenciario. Hoy, casi 120 años después, la frase luce convalidada.
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