Una categoría sociológica que se cumple regularmente en el país consiste en que la relación de fuerzas tanto económicas y políticas cambia en forma constante, es decir que los fuertes se debilitan y los débiles se fortalecen, fenómeno social que no depende de la voluntad o deseo de las gentes, el gobierno ni el deseo de las tiendas partidarias, y su conocimiento no puede originarse a partir del espíritu, ni de dioses, ni por analogía con hechos pasados ni por cálculos.
Esa variable relación de fuerzas ha cambiado en gran medida en años recientes y las corrientes por entonces dominantes ahora están en crisis y, en general, se vislumbra un colapso final a plazo relativo. Ese cambio se produce en forma paulatina, sin que las fuerzas que se debilitan tomen conciencia de su situación, mientras que, en gran medida, las que se fortalecen no se dan cuenta de lo que les sucede. Ese enfrentamiento de tendencias contrarias empezó con la derrota de la corriente oficialista desde que perdió una serie de referéndums (para autonomía, elección de magistrados, etc.), en especial el del 21 de febrero de 2016, que comprobó, no solo de palabra sino de hecho, que el agotamiento de las fuerzas dominantes era real y estaba en el plano inclinado de la decadencia.
Entre tanto, la corriente opositora fue ganando terreno y finalmente ha adquirido posición más favorable y hasta dominante en el escenario político nacional, hasta vislumbrarse una transformación general en el escenario en que se desarrolla el drama y que podría terminar eliminando a su contrario en formas aún difíciles de prever. La parte principal de la contradicción se agota y la secundaria se convierte en la principal, sin que sea, sin embargo, un proceso deliberado y más bien solo tenga carácter espontáneo que implica una serie de aspectos.
Ese cambio en la relación de fuerzas ha sido más rápido y profundo durante el año que termina, a partir de la movilización social encabezada por los médicos y culminó con la abrogación del Código Penal, a la que siguió una serie de escándalos, como el del Banco Unión, caso Quiborax, el conflicto de la UPEA con la historia de las “canicas”, la rebelión de los cocaleros de Yungas, la creciente oposición a la re-reelección de Evo Morales, la decisión de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, adversa a Bolivia, la crisis del sistema judicial, por citar pocos casos.
Ese panorama que es independiente de la voluntad de las personas y deseos de las fuerzas concurrentes, es incontenible, presenta nuevos, más agudos y agresivos síntomas. El último de ellos y que muestra la existencia de una nueva relación de fuerzas en la vida política del país, es la derrota que sufrió el gobierno en La Haya, medida que terminó de hacer pasar al régimen de la ofensiva a la defensiva, vale decir un aspecto que terminó por volcar en anterior estado de cosas. Es más, ese proceso se acelera, pese a su espontaneidad, con mayor energía y rapidez y se convierte de contradicción en antagonismo y de salidas pacíficas en violentas.
Ese cambio en las relaciones sociales es, además, fomentado por la fuerza que lleva las de perder. Acelera la marcha hacia el precipicio, no hace política, ha perdido los estribos, toma la parte por el todo, considera lo secundario como lo principal, practica el pragmatismo a ultranza. En fin, existe una nueva realidad con su propia maduración, por lo menos mientras siga un curso espontáneo y no se tenga sobre ella el control necesario.
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