La espada en la palabra
El 1 de octubre fue un día importante, sin duda alguna, para la historia boliviana. Fue algo así como aquel 20 de octubre de 1904, aunque no sé realmente si tan aciago, pero sí igual de decisorio para el accionar consiguiente de la política exterior boliviana. Si 1904 encendió un espíritu de lucha irrenunciable y 1910 planteó el inicio de la reivindicación marítima como una política de Estado, 2018 dibuja un panorama mucho más definido (aunque inestable y en pendiente) en el que deberán trabajar arduamente los diplomáticos bolivianos para llegar al gran objetivo.
Es importante hacer aquí una serie de puntualizaciones breves a modo de evaluación de lo ocurrido en todo este tiempo.
Habíamos dicho varias veces, por escrito más que por cualquier otro medio, que el retorno al mar debía esperarse en virtud del Derecho y no mediante la diplomacia. Esto por una sencilla razón: el Derecho y su doctrina tienen la cualidad de la obligación; la diplomacia, no, mas solamente tiene como bases la habilidad de sus agentes y la fuerza de un país. ¿Qué sucede entonces —me dirán— con los documentos que se firma en el marco de las negociaciones diplomáticas?, ¿no deberían tener estos documentos diplomáticos un carácter vinculante para las partes que los suscriben? Sucede que estos documentos ya no son parte de la diplomacia (en el sentido estricto), sino que han pasado a ser parte del Derecho, y forman un cuerpo que contiene voluntades jurídicamente exigibles.
Es de esta manera como Bolivia ha ido creando un derecho, no al mar (y esto a veces se ha entiendo mal, pues el mar en sí mismo ha sido perdido en una guerra -aunque ésta haya sido injusta en la moralidad-, y por tanto ha sido perdido en el Derecho), sino un derecho a la negociación; y esto es, en suma, lo que se dijo a la CIJ. Pero hay más, Bolivia posee argumentos de carácter jurídico en lo referido a los pactos cuyas cláusulas no han sido respetadas por una de las partes. El mismo tratado de Paz y amistad de 1904 no ha sido cumplido en lo que respecta al libre tránsito al que Bolivia había accedido y algo parecido ocurrió con el tratado de transferencia de territorio de 18 de mayo de 1895.
Mañana podría solicitarse la verificación del cumplimiento de los tratados suscritos por ambas partes, porque el revisionismo de tratados nunca ha dado frutos ni en la Liga de las Naciones ni en la ONU, esto quizá por un asunto de delicadeza y credibilidad para con los acuerdos internacionales que se firman.
Con todo, lo primero que debe hacer Bolivia es aceptar de punto a canto el fallo de la CIJ, tribunal al que se sometió y al que sometió su proceso porque admitía su jurisdicción. Hacer lo contrario, o pasar por alto la sentencia, sería no solamente ilógico sino también indigno.
El haber ido a la CIJ con los argumentos con que Bolivia fue no representa un error. Era el deber del tiempo y de la historia. Todos los elementos, tanto políticos como jurídicos, se habían concentrado en esta segunda década del siglo XXI para ello. El dictamen inapelable impide caminar por el mismo sendero; desde un punto de vista de consuelo (quizá muy forzado), tanto mejor para el país, pues se sabe que el derecho internacional no reconocerá lo que Bolivia pedía fundándose en lo que se fundó, y entonces se sabrá por dónde no pisar más.
La aspiración al mar es una realidad emocional, la necesidad de un puerto es una realidad práctica. El saber cómo obtenerlo corresponde a la inteligencia.
En favor de los intereses de Bolivia y de su reputación en el concierto de los países, la cuestión marítima debe ser ahora dejada de lado por un tiempo. Las aguas deben enfriarse y la tormenta pasar. Luego, como es imperioso que suceda, los hombres de Estado deberán volver sobre el asunto con todas sus fuerzas pero principalmente con toda su inteligencia, para andar por otro camino, porque ahora la CIJ ha cerrado uno de los más importantes que teníamos, pero las cosas de esta vida son inadvertidas y sorprendentes. Habrá otro camino, que no quepa duda.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas.
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