Gustavo Clavijo Leaño
¿Cómo se sentiría si comprase un vehículo carísimo para enterarse poco tiempo después que el mismo se encuentra hipotecado por deudas?
Esta pregunta, que difícilmente podría referirse a un hecho real, nos puede servir para tener una idea de cómo deben sentirse los accionistas de Bayer, la icónica empresa alemana, que el pasado mes de junio y tras dos años de duras gestiones, adquirió Monsanto por la friolera de 63 mil millones de dólares americanos, para darse cuenta, casi enseguida, que el precio no incluía inmunidad ante los tribunales norteamericanos.
En efecto, solamente a dos meses de haberse cerrado el negocio, un tribunal de San Francisco, Estados Unidos, ha determinado que Monsanto, ahora propiedad de Bayer, debe pagar la suma de 289 millones de dólares por daños y compensaciones a favor de Dewayne Johnson de 46 años de edad, quien fuese jardinero de las escuelas de una pequeña ciudad californiana y que sufre de cáncer terminal de tipo linfoma no-Hodgkin, supuestamente originado por la exposición continua que tuvo a herbicidas con glifosato durante su trabajo.
Para Johnson, quien está desahuciado y que probablemente no llegue a cumplir los 50 años de vida, quedará el triste consuelo de legar a su familia un patrimonio que nunca hubiese podido reunir de otra manera, y la gratitud de miles de nuevos demandantes, quienes ahora cuentan con la jurisprudencia necesaria para hacer oír sus voces en los tribunales.
Para Bayer, que gracias a este negocio esperaba obtener ganancias superiores a los mil millones de dólares anuales a partir de 2022, queda una costosa lección sobre la ambición: en cuestión de días el valor de sus acciones cayó en 12% (lo que representa más de 11 mil millones de Euros), además de que los futuros gastos judiciales y extrajudiciales por demandas podrían representar unos cuantos miles de millones más de pérdida para la empresa; a decir de García Lorca. ¿El que quiere arañar la luna, se arañará el corazón?
Mientras tanto, la opinión pública y la prensa internacional, empiezan a recordar las voces de científicos, instituciones y organizaciones que vienen advirtiendo sobre los posibles efectos nocivos del glifosato sobre la salud humana, como es el caso de la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer, dependiente de la Organización Mundial de la Salud, que en 2015 clasificó al glifosato en el Grupo 2A, es decir, probablemente cancerígeno para los humanos, particularmente en cuanto a los linfomas de tipo no-Hodgkin.
Casualidad o no, desde que el glifosato empezó a comercializarse en 1974, en Estados Unidos la incidencia de los linfomas no-Hodgkin sobre la población se ha incrementado paulatinamente, por ejemplo entre 1975 y 2010 este incremento fue de 89.5%, es decir a un ritmo de 2,6% anual. Aparentemente esto ocurre en casi todo el mundo, incluyendo Bolivia, donde los especialistas han advertido un incremento de casos de cáncer linfático.
Lo cierto es que ante la creciente evidencia de los efectos negativos del glifosato, muchos gobiernos están tomando medidas para restringir su uso, aunque por el momento las prohibiciones y advertencias son tibias y apuntan sobre todo a su uso en el ámbito urbano (en jardines y plazas). ¿Cuántas evidencias más se necesita para que los gobiernos por fin prioricen la salud de la población y el cuidado del medio ambiente?
Pero, ¿cómo andamos en Bolivia? A pesar del espíritu de los mandatos constitucionales y legales, al parecer mantenemos la vieja costumbre de querer aquello que otros rechazan, insistimos en utilizar transgénicos que demandan el uso de glifosato (como es el caso de la soya transgénica) bajo el argumento de que de otra manera el negocio de la producción no es viable. Actualmente aproximadamente 1,2 millones de hectáreas de la mejor tierra agrícola del país son utilizadas para la producción de soya, y se estima que al menos el 90% de la misma es transgénica, resistente al glifosato. En términos absolutamente conservadores, esto implica que cada año por lo menos 3.000 toneladas de sales de glifosato son liberadas en los campos de cultivo bolivianos, considerando tres aplicaciones del producto por ciclo de cultivo.
Es deber de las organizaciones sociales, los investigadores y académicos, las instituciones de la sociedad civil y el pueblo en general conocer y tomar posición sobre esta problemática, a partir de la información y el conocimiento. No es posible construir el Vivir Bien subordinando la salud de la población y de la Madre Tierra a la generación de ingreso, sea cual sea su origen. Debemos dejar la pasividad, si queremos un futuro feliz para nuestros hijos y nietos.
Y aunque la polémica sobre la inocuidad o peligrosidad del glifosato todavía está sobre la mesa, cabe preguntarnos ¿vale la pena correr el riesgo? Y si finalmente se demuestra de manera fehaciente que el glifosato es un peligro para la salud humana, ¿quién pagará la factura?, ¿cuánto vale una vida humana?, ¿qué precio le pondremos al futuro de nuestros hijos? Por el momento solamente Dewayne Johnson puede responder estas preguntas, pero lamentablemente eso no le salvará la vida.
El autor es Director de CIPCA Altiplano.
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