En más de una oportunidad estuve tentado de escribir acerca de esta prenda de vestir, cuya utilidad radica, como su nombre lo indica, en cubrir la cabeza y proporcionar sombra al usuario. De ahí que un artículo sobre ella sólo debiera circunscribirse a las revistas de moda o algo más especializado. No obstante, está lejos de inspirar un escrito social, político o de humor, como a línea seguida trataremos de plasmar en este artículo.
“Quitarse el sombrero” es una expresión que significa el respeto y la admiración que uno siente por alguien o por algo. Ocurre que, desde hace un tiempo, esa expresión y esta costumbre han pasado a plano muy secundario, ya que algunos altos funcionarios y dirigentes políticos, sin explicar su significado o simbolismo se han apernado este indumento y han decidido no sacárselo ni para rezar. Sea en las iglesias, en la pasada “Cumbre perjudicial”, en el Palacio de gobierno, en el Parlamento, así como en sitios de sano o enfermo esparcimiento, uno ve a nuestros coterráneos cubiertos hasta las orejas con un sombrero, Borsalino, (nombre de su creador italiano Giusseppe Borsalino), generalmente negro, que aumenta la deprimente adustez de sus rostros y les confiere un aire de cholos solemnes, pero sombríos.
Lo curioso del caso es que nadie sabe, ni osa explicarnos la relación que guarda esta prenda de origen netamente europeo, con una actitud o moda originaria, descolonizadora y/o pachamamista Así como existe el “chambergo” que es el sombrero que usaban los mosqueteros, lo hay el “cordobés”, que es usado por los toreros, el de Saó, muy propio de nuestros hermanos orientales, el de copa, etc. Sin embargo, al parecer ninguno de éstos ha sido diseñado para la cara de nuestro jefe de la diplomacia; de un Robert De La Croix de El Alto; de Marianelita; o del honorable Rafito Quispe.
Ahora bien, no se puede negar la prolífica imaginación de nuestros prójimos emergentes, cuando de inventar indumentarias se trata. La recientemente pasada Entrada Universitaria es una usina interminable de creatividad. No olvidamos a un exdignatario de Estado que trató de fascinarnos con una chalina de gastronómico, como el símbolo atávico de la buena suerte, y así le fue por usarla. Ni aquel parlamentario que llegaba al Congreso ataviado con plumas, arcos y flechas, como para matar de envidia a Tarzán.
¿Será que se nos está acabando la originalidad? Si este fuera el caso, quizás podríamos contribuir con un “granito de avena” a crear una suerte de indumentaria que saliendo de lo común, no ingrese en lo ridículo. Volver, por ejemplo: al pantalón de bayeta (tipo bermuda) que es una prenda muy cómoda, pero más apretada que lycra de patinadora. Promover el retorno a las abarcas, que tenían la sana virtud de orear el tufo a pies. Finalmente, imponer de nuevo el “chullu” que, al margen de genuino, nos recuerda al “gorro frígido” apto para muchos revolucionarios termocéfalos que optaron por cambiar esta bella prenda por el sombrero.
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