Una de las primeras cosas que me han disgustado en estos días de prematura electoralización es la retórica tibia, plebeya y negociante de los candidatos a la Presidencia del país; retórica popularista.
Sé que el pueblo no es sabio, al contrario de lo que el presidente de los bolivianos piensa; en realidad, ningún pueblo del mundo ha sido ni es sabio, ni lo será nunca. Pero sin ser sabio sí sabe distinguir claramente las cosas. Sabe qué es lo que le conviene y lo que no.
El discurso de la persona que gane la elección en octubre de 2019 será un discurso de decisión, de resolución y hasta de temeridad. Porque no estamos en tiempos de hacer literatura. Ahora, no. Se trata de un momento en el que están en juego la existencia y la dirección de un país. Estamos, como diría Giovanni Papini, “frente a la enfermedad de un reino”. Y como diría también el escritor florentino, “es preciso que seamos claros, clarísimos; lúcidos, lucidísimos; francos, franquísimos”. Pese a que no comparto con las ideas de un Trump ni con las propuestas de un Bolsonaro, sí comulgo con la forma en la que esgrimieron su narrativa oratoria y discursiva, con el fin de afrontar el momento histórico de sus naciones.
La política es lamentablemente un pacto con el demonio y para sentirse bien en ella, es preciso saber que te puedes atragantar con anfibios. Pero nunca hubiera imaginado que en los mismos círculos opositores se pudiera urdir componendas que parecerían estar reñidas con eso que tan rabiosamente defendíamos ayer: el 21F y la democracia. Ahora bien; las concesiones y los arreglos son bienvenidos, tienen que existir; de lo contrario la política sería impracticable, porque a pesar de que estemos apuntalando un gobierno de ciudadanos, la política es el arte de lo posible, el arte de las decisiones y, según Ortega, el arte de los resultados. Y para que haya todas esas cosas, las alianzas y los pactos con personas, corporaciones, instituciones y partidos se hacen indispensables.
Los candidatos opositores deben tener bien en cuenta el movimiento histórico de la región e incluso del mundo. Parecería que a la par que se interconectan los Estados en el marco de un plano de telecomunicaciones y mercados más agigantado, se mueve también un espíritu nacionalista emergente que parece ser más celoso y cerrado que antes. ¿No estábamos viviendo el alba del progresismo social? Es como si los rescoldos de los nacionalismos del Siglo XX se atizaran con el viento del repudio al progresismo desenfrenado, caído en parte hasta los más bajos niveles de extravío. Y este movimiento nacionalista y conservador puede ser el signo general del Siglo XXI, que todavía vemos despuntar.
El electromagnetismo es capaz de explicar cómo un político puede ganar o perder electorados. Si tenemos un cuerpo A y otro B (una masa de electores A y otra B), y aparte un tercer elemento (el candidato), la afinidad de éste con uno de aquéllos dependerá de cómo ejerza su energía sobre cada uno de los cuerpos. El elemento no puede acaparar a ambos. Puede estar con la mitad de uno y con la mitad del otro, pero no con los dos totalmente, sino parcialmente. Si quiere tener consigo bien a A o B, tendrá que dirigir su fuerza a uno de ellos solamente, con tal de que se encadene con su fuerza a uno de ellos de manera total, perdiendo al otro.
El querer congraciarse con un progresismo social que parecería perder fuerza día tras día, es perder anticipadamente una batalla. El MAS parece haber comprendido la premisa, pues con mucha inteligencia ha construido un discurso de dualidades y maniqueísmos, como lo hicieron en su tiempo el MNR y el partido de los bolcheviques.
Y así, el discurso de un buen candidato a la Presidencia del Estado debe ser un discurso de coraje.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas.
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