José Carlos García Fajardo
Todos los ojos están puestos ahora mismo en Idlib, el último punto caliente del conflicto en Siria. Sus casi 3 millones de habitantes temen que se acerca el próximo ataque, cuando comenzará la que podría ser la batalla final del conflicto en Siria.
Lejos de ser un final esperanzador, la ONU ya ha alertado de que una ofensiva militar de grandes dimensiones podría causar la peor emergencia humanitaria del siglo en cuanto a pérdida de vidas humanas.
Ante la intensificación de la violencia en las últimas semanas, más de 30.000 personas han huido de sus casas, a pesar de las pocas opciones que tienen hacia donde escapar. Muchos optan por refugiarse en campamentos improvisados, sin apenas agua potable ni comida.
Preocupa sobre todo la situación del 1 millón de niños que viven en Idlib y que ahora mismo están sufriendo unas condiciones al límite.
Aunque el acceso humanitario en Idlib es muy limitado, en Unicef trabajan casi a destajo para entregar ayuda de emergencia y responder a las necesidades de los civiles desplazados. Desde Unicef comunican el inminente peligro al tiempo que agradecen el apoyo incondicional de sus socios, porque no van a parar hasta llegar al mayor número de familias posible con agua, saneamiento, salud, nutrición, protección y educación.
Como admirador y colaborador en la magnífica labor de Unicef en todo el mundo, vuelo a reincidir en el grave problema de la explosión demográfica. Las cifras oficiales de los más prestigiosos organismos del mundo colocan ese problema entre los primeros en importancia ante la crisis universal por el empobrecimiento de las tierras, la explotación extranjera de sus recursos minerales y de la mano de obra sin cobertura social alguna, pero, sobre todo, la falta de una educación moderna y de médicos adecuados para el control de una natalidad en progresión exponencial.
Ni tradiciones seculares, ni las prácticas y costumbres de los ancestros, que necesitaban incrementar la población todo lo posible, ni inadmisibles tradiciones de religión alguna pueden aducirse en el hecho más que demostrado de confundir amor y sexo con procreación.
Esta aberración sostenida por inadmisibles intereses de control, de poder y de sumisión de las gentes hoy está superada, como lo demuestran los datos irrefutables de que en los países más desarrollados cultural y económicamente del mundo no hay problemas de superpoblación, todo lo contrario, desde que las mujeres tienen acceso a la misma educación, autonomía y compromiso social, que los hombres. Así como a los mismos puestos de trabajo y emolumentos de acuerdo con la capacidad de cada persona.
La prueba es que, en esos países de educación y posibilidades iguales para hombres y mujeres, éstos tienen la formación y medios de probada eficacia para decidir la edad y el momento de sus vidas en que quieran tener descendencia. Es tan absurdo como el “infierno” o la “brujería”, la superioridad de unos pueblos sobre otros y no digamos el racismo decadente cuando sólo existe una única raza humana en el mundo. A diferencia de otros animales y especies. Repetimos, cuantas veces sea necesario, que eso de que “cuantos más hijos, mejor” o de que “traen el pan debajo del brazo” o ya en el colmo del desatino que son siempre “una bendición” es tan absurdo y falso como la creencia en dioses superiores unos a otros, en demonios y en fantasmas, en “razas superiores e inferiores” y en la absurda y demencial argumentación de que “la naturaleza es sabia y con cada problema aporta su solución”.
La Tierra padece una autodestrucción inconmensurable y los seres humanos somos capaces de controlar esa superpoblación que se ha convertido en la más letal arma de exterminio masivo, mientras muchos de nuestros políticos viven en la inopia irresponsable de la ignorancia y de la codicia.
El autor es Profesor Emérito U.C.M.
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