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[Harold Olmos]

Registro

Entre el yunque y el martillo


El primer viaje que Donald Trump emprendió al exterior como Presidente de Estados Unidos fue al reino de Arabia Saudita. Contra la tradición y la historia que sugerían que primero iría a ver a sus aliados tradicionales, Trump prefirió a los sauditas. Ahora que los sauditas han reconocido, arrinconados por las evidencias, que el periodista saudita Jamal Khashoggi fue asesinado y descuartizado en un rito de crueldad enfermiza en su representación diplomática en Estambul el 2 de octubre, el presidente Donald Trump ha sido puesto a calibrar lealtades. Muchos imaginaron que un mínimo de consecuencia histórica del hombre que está a la cabeza del mundo occidental lo llevaría a condenar a los que urdieron y cometieron el asesinato.

No fue así. La “cadena de mando”, expresión puesta de moda en Bolivia cuando los habitantes del Tipnis fueron apaleados y humillados, no se rompió. La CIA concluyó que el crimen había partido del príncipe Mohammed bin Salam, de la cúspide de la jerarquía saudí. Khashoggi escribía comentarios periódicos en The Washington Post, era crítico de la monarquía en un país donde la discrepancia suele a menudo ser fatal, como se comprobó, y en Estambul gestionaba la actualización de sus papeles para casarse.

Lo acompañaba su novia, la profesora universitaria Hatice Cengi, y ambos estaban alineados en la defensa de los derechos humanos, que tiene en el reino saudí uno de sus mayores retos.

Trump no demoró mucho en mostrar su escala de valores. Arabia Saudita representa muchos negocios para Estados Unidos y en especial para su industria de armas, por cientos de miles de millones de dólares. La lógica que emergía era que el asesinato despiadado de un periodista no debía interferir con esos negocios gigantescos.

La reacción mundial de repudio ante el crimen había acentuado tendencias en el reino para una diversificación de ofertantes de armas y chorros de agua fría comenzaban a correr por la espina dorsal de los empresarios estadounidenses de armas. Sin ambages, Trump dio a entender que no avalaba 100% la versión de la CIA, pues no había pruebas contundentes que involucraran al príncipe de manera directa, pero, al mismo tiempo, dijo que tenía confianza en el trabajo de la CIA. “Podría ser que el príncipe tenga responsabilidad (en el asesinato), pero también no”. Era una confirmación de su ambigüedad cuando debe decidir cuestiones que involucran intereses económicos y comerciales.

Tras esperar más de cuatro horas, y cuando la oficina consular se cerraba, la novia volvió a reclamar por el periodista. Los funcionarios alegaban que éste había salido hacía rato. Llevó entonces su reclamo, y temores por Khasogghi, a sus amigos, al Washington Post y a círculos diplomáticos. “Le imploro al Presidente Trump y a la Primera Dama Melania Trump que ayuden a esclarecer la desaparición de Jamal” declaró y, al mismo tiempo, pidió a las autoridades del reino entregar las filmaciones de las cámaras de seguridad del consulado. El reino se empecinó durante días en que el periodista había salido de las oficinas y mantuvo esa actitud hasta que reconoció que dentro de las oficinas había tenido un enfrentamiento a golpes con los funcionarios y que allí murió. La historia era mucho más sórdida. Al ingresar a las oficinas del cónsul le habían inyectado soporíferos que lo adormilaron.

A partir de ahí comenzó una sesión de torturas como las que se lee en las fantasías horripilantes del oriente. Un audio con los gritos del periodista llegó a la Casa Blanca, pero Trump dijo que había rehusado escucharlo. Cómo y cuándo específicamente murió, aún no está claro, pero sí que, ya muerto, el cuerpo del periodista fue descuartizado y transportado fuera del consulado por funcionarios sauditas. Algunos países europeos, especialmente los nórdicos, anunciaron sanciones contra el reino y para Trump comenzó una embarazosa secuencia de condenas al aliado. La escalada de censuras contra el reino llevó a Trump a redoblar expresiones de confianza en los saudíes que, entretanto, detuvieron a once funcionarios que estuvieron vinculados con el interrogatorio, pero ninguno, ni de manera indirecta, relacionado con el príncipe Mohammed bin Salam.

Transcurrido mes y medio del crimen, había cuando menos dos certezas: que la idea de que el reino saudita avanzaba hacia una sensible liberalización era una ilusión, lo mismo que la creencia de que el crimen universalmente repudiado no sería capaz de doblegar la escala de valores del presidente Trump: América first. O, en este caso, business first.

http://haroldolmos.wordpress.com

 
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