Nicómedes Sejas T.
La eclosión social que nos tocó vivir durante el año 2003 fue, en cierto modo, la recuperación de los poderes inherentes a la soberanía popular (poder constituyente) que el pueblo los ejerce cuando el poder constituido, el poder delegado temporalmente, llega al límite de su creatividad, y que por efectos de su propio agotamiento es incapaz de solucionar los problemas sociales y económicos acumulados lenta y silenciosamente. La crisis de aquella coyuntura, sin embargo, también fue una crisis en un horizonte de cinco siglos, una crisis siempre presente, pero escasamente percibida por la élite intelectual boliviana: la confrontación entre las fuerzas del colonialismo frente al movimiento anticolonial, protagonizado por los indígenas y otros sectores marginados social y políticamente.
Por primera vez, el pueblo marginado se ha sentido parte de la soberanía popular más allá de los límites establecidos por las restricciones normativas del Estado de Derecho. El pueblo se sintió convocado a tomar parte activa y directa, cuestionando las medidas del gobierno establecido. La movilización social rebasó las demandas de mejores salarios y de mayores derechos políticos para los indios; en el ambiente había la sensación de que el conflicto ponía en las calles la vieja querella por el poder entre colonialistas y anticolonialistas. Pero una vez más las soluciones de fondo quedaron postergadas indefinidamente, surgiendo en su lugar las soluciones aparentes con un cambio de actores que al cabo de pocos años quedaron asimilados en la confrontación latente de colonialistas y anticolonialistas: un líder surgido en la defensa de la coca excedentaria accedió al poder con un discurso edulcorado denominado “socialismo comunitario”, que al final no fue ni socialista ni comunitario.
La democracia del socialismo comunitario es ante todo un discurso para consumo interno de sus seguidores, una ficción ideológica que ha mostrado cierta eficacia para establecer un vínculo de unión en el conglomerado de aliados partidarios, y en cierto modo un muro de contención contra el cuestionamiento de la oposición. Pero aquella democracia se ha convertido en los hechos en una verdadera arremetida contra el mismo sistema político que llevó al poder al MAS y socavar sus principios, como la violación de la voluntad de la soberanía popular expresada en el referendo del 21F, ratificación del Art. 168 de la CPE, y la manipulación del Tribunal Constitucional para torcer el espíritu de la CPE vía interpretación.
Aquella arremetida solo podía tener una respuesta, la recuperación de la democracia, aunque en términos muy limitados, como la no reelección indefinida del presidente, relegando a un segundo plano sus implicaciones coloniales.
Los partidos que pugnan por desplazar del poder al MAS se hallan motivados por el descontento popular con los resultados de la solución a la crisis del año 2003, principalmente porque las acciones revolucionarias se desviaron del sistema democrático, un intento revolucionario que se quedó en la desinstitucionalización del Estado de Derecho, sin poder avanzar en las reformas de descolonización.
El movimiento indígena, que votó masivamente por un candidato de origen indígena, reconocido como su candidato, se conformó con derrotar en las urnas a los líderes tradicionales que representaban la persistencia del colonialismo interno y, sin posibilidad de incidir en el curso de la gestión del gobierno, se resignó a posponer una vez más los objetivos descolonizadores de las medidas implementadas durante más de una década. Los revolucionarios terminaron encantados o subyugados por el indigenismo.
La nueva élite que llegó como solución a la crisis de representatividad popular de los partidos tradicionales, al sentirse legitimado por el apoyo popular y sus dos tercios en la Asamblea Legislativa, pudo convertir el ejercicio del poder en la simple suplantación de las reformas anticoloniales con su propio programa de corte socialista.
Las derivaciones continuistas vienen a ser la peor señal de aquella suplantación, sostenida con el abuso de la propaganda y la mentira mediática que empieza a adquirir dimensiones internacionales (Ver: “En medio de la crisis Latinoamericana, ¿por qué florece la Bolivia de Evo Morales?”. RT 28/11/2018).
El discurso de descolonización, que aparentaba asumir el MAS en los prolegómenos del ejercicio del poder, fue simplemente abandonado como la base de su gestión, probablemente por las contradicciones con su ideología indigenista y revolucionaria, pero retomado en sus inauguraciones y entregas de obras, como el mejor medio para mantener una relación de empatía entre el caudillo del MAS y el destinatario de sus arengas.
Los símbolos andinos oficializados, como la wiphala, los héroes históricos de la lucha anticolonial, como Túpac Katari, Bartolina Sisa, Ignacio Muiba, Zárate Willka, etc.; la constitucionalización de la trilogía moral de “Ama Suwa, Ama Qhella, Ama Llulla” y otros valores, (Art. 8 CPE), en muy poco tiempo fueron violados por los mismos jerarcas del MAS. El uso instrumental de tales símbolos al no ser la esencia de la ideología indigenista, también fue sustituido por otro recurso cohesionador, la alianza corporativa entre el gobierno y los movimientos sociales sustentado en relaciones clientelares, con lo cual el MAS creó un electorado cautivo y fácilmente manipulable en función de sus necesidades.
Estas referencias son inapelables en la hora de hacer el balance de más de una década de gestión del indigenismo en el poder. La inviabilidad de un proyecto revolucionario ha perdido toda justificación continuista. No es posible esperar un mejor resultado del indigenismo, solo hizo lo que hizo, postergar soluciones más realistas para promover la democracia intercultural.
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