La espada en la palabra
Mala, y hasta pésima, es la calidad de educación de todas las universidades bolivianas. Si tuviésemos que catalogarlas con ojos despiertos y buen raciocinio, no hablaríamos de universidades bolivianas buenas y malas, sino más bien de no tan malas, malas y malísimas. Ni siquiera de regulares. Hace un tiempo se ha puesto de moda el hablar de rankings de universidades, y los administrativos y rectores de éstas se llenan la boca pregonando el primer o el segundo puesto obtenido por la casa de estudios superiores donde trabajan. El examen lo han pasado en un día y no en años, como debiera ser. Lo que pasa es que los criterios de evaluación son absurdos, evalúan lo momentáneo y vistoso, ya que ponen atención más en la infraestructura, los árboles que ornan el campus y el número de licenciados que se produce en un determinado tiempo, que en, por ejemplo, el nivel de disciplina y rigor de los docentes para con sus estudiantes y el grado de sapiencia y erudición de los mismos.
Las universidades privadas bolivianas, y no tanto las fiscales dado que éstas mantienen una cierta ortodoxia educacional, son las que más caen en estos espejismos. (Esto también tiene que ver con que ahora se cree ingenuamente que el profesor es un facilitador y el estudiante el “verdadero constructor del saber”). Se dicen glorificadas por pares extranjeros, sin tener en cuenta que el mejor medidor de la calidad de estudio de un centro de enseñanza, es el éxito observable que conquistan los que salen de tal institución. Dejad, por Dios, de poner la mirada en el número de graduados, o en la cantidad de investigaciones publicadas; ponedla más bien en la calidad de esos graduados, en las distinciones y éxitos que logran luego de un buen tiempo de estar en el mercado, y en la profundidad científico-analítica de tales investigaciones publicadas. Os aseguro que si os fijaran en tales criterios, los niveles de lo que os parece una educación excelente bajarían dramáticamente y, por tanto, el panorama se pintaría más preciso y por lo mismo más desolador.
El problema que vivimos es grande y, a mi parecer, se está ahondando cada vez más. Baste decir que la mejor universidad boliviana es solamente comparable con la más informal y más mala de Europa. Las evaluaciones más serias de las universidades a nivel mundial no contemplan universidades latinoamericanas sino algunas de México, Argentina y Brasil.
Uno de los más terribles males que yo percibo es el mercantilismo. Las universidades privadas bolivianas son verdaderas máquinas de cobro y no pierden de vista el último centavo del bolsillo de sus estudiantes. Una corporación lucrativa nunca podrá ser una buena institución de enseñanza o formación humana. La prueba de ello, contundente, es que muchas de las mejores universidades del mundo son fiscales o públicas. La clave está, pues, en fijar el horizonte en el enriquecimiento intelectual y espiritual y no en la ganancia monetaria. Es por esta razón, también, que las universidades privadas de Bolivia no ponen límites al ingreso anual indiscriminado de estudiantes mediocres. En este sentido, la responsabilidad de la mala educación no recae solamente en los malos docentes, sino en el mediocre ambiente que se genera al estar sentado el estudiante en medio de un grupo de alumnos inertes y perezosos.
Los docentes (ya no es preciso hablar de catedráticos o profesores, en la verdadera dimensión de esas palabras, ya que han dejado de haberlos hace un buen tiempo) pecan de inconstancia e improvisación (en lo referente a la forma de su personalidad) y de ingenuidad y hasta ignorancia (en lo relativo al fondo de su ser como servidores de la enseñanza). No se debe olvidar que la enseñanza y la educación son verdaderos apostolados y que llegar a ser profesor es toda una hazaña.
Me detengo aquí con la esperanza de haber despertado el interés del lector en tan grave problema. Solo hemos apuntado los problemas generales y esperamos que sea para una ulterior búsqueda de una solución.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas.
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