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[Alberto Zuazo]

El mal gusto del tatuaje


Tuve la grata experiencia de vivir de niño, en mis vacaciones escolares, en el campo para acompañar a mi abuela materna Asunta, en la pequeña finca que tenía en el campo, exactamente entre Pucarani y Puerto Pérez. Se llamaba Ocotiti.

Dejó de tenerla con la reforma agraria, pero tuvo una inesperada sorpresa. A unos meses que la había dejado abandonada, para que los campesinos la tengan como suya, tuvo la visita de una delegación de ellos y le llevaron un pago en efectivo, no supe del monto, pero mi abuela quedó muy sorprendida, así como el resto de la familia.

El hecho es que mi abuela y mis parientes más allegados trataban muy bien a los campesinos, los tenían casi como a parte de todos nosotros. Y ellos se sentían también como integrantes de la familia.

Cómo mi abuela me llevaba de su compañerito a la finca, cuando tenía entre cuatro a 10 años, se daba la situación de que cuando ella salía a la pampa del altiplano para hacer sembrar y cultivar los productos propios de la región, principalmente la papa, me dejaba en la casa de hacienda, en cuyo servicio se turnaban las familias campesinas.

Fue en esas oportunidades que vi los tatuajes que se hacía a los animales grandes, entre ellos principalmente al ganado vacuno y a los caballos, como sello de propiedad.

No me gustaba observar esas escenas, pues me causaba mucho pesar ver los tatuajes, que entendía que eran muy dolorosos, pues se los marcaba con fuego vivo. Desde entonces tengo aversión a los tatuajes y me causa una ingrata impresión que algunos jóvenes de hoy, de ambos sexos, se hagan hacer tatuajes, donde sea que les plazca.

Ignoro cómo se hace actualmente los tatuajes a las personas, pero tengo dos cuestionamientos. Como amante de la pintura y de otras artes que se cultiva en esta época, como parte de la cultura, no concibo que el tatuaje sea una manifestación artística más.

En buenas cuentas, lo veo como un atentado a la piel de los seres humanos, pues constituye la parte externa de los cuerpos que corresponde cuidar y tenerla como la mejor expresión visible de cada persona.

Eso es lo que hacen las mujeres, a sus rostros les dan un trato de excepcional calidad. Los pintan, es cierto, pero lo hacen para embellecerlas más, para lo que exteriorizan el cariño y apego que les tienen, a la vez que les aplican pinturas finas para exponerlas como lo mejor de sus cuerpos.

Con el tatuaje, en cambio, se maltrata a la piel, se la considera como si fuera un cuero cualquiera, un cartón, una madera o algo parecido, donde se puede aplicar marcas, sin que exista entre unas y otra sin mayor diferencia.

Se trata de simples aplicaciones ordinarias que no embellecen, sino es como colocarse una máscara cualquiera de carnaval, con muchas de las cuales lo que se busca es afear el rostro, para variar la que la generosa naturaleza nos ha brindado.

En suma, el tatuaje no embellece, más bien afea las pieles y en caso de aplicárselas en el rostro, se está a poco de constituirse en un monstruo o en una careta de carnaval, pero no para usarla en días ordinarios, en los que más bien cada persona procura mostrar su rostro lo mejor que pueda, empezando por lavarla todos los días, por lo menos una vez.

En algún país, de inmediato suscita juicios, que pueden ser buenos o malos, pero, en el fondo, eso de exponerse al juicio público con un tatuaje no parece ser racional ni atractivo.

Sin ánimo de ofender, todos tienen derecho a ser lo que quieran ser. En caso de no estar a satisfacción con el que la naturaleza les brindó, puede hacer lo que quiera, pero eso no lo libera del buen o mal juicio, sino que, por supuesto, esas personas que forman una opinión de cualquier cosa, no comuniquen la impresión que les causa una persona que se luce con tatuaje.

En Japón se considera a la persona que se tatúa que es de la mafia o adolece de algún desequilibrio mental, por lo que sigue causando rechazo o, por lo menos, suscitando mal juicio de la persona que incurre en ello.

Se sancionaba en el pasado a las personas que lo hacían, pero posteriormente se levantó la medida, pero sigue causando rechazo o crítica por lo menos, cuando a una persona se le ocurre tatuarse, en el ejercicio de su plena libertad.

 
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