II
José Carlos García Fajardo
Susan George añade: “Existe un consenso creciente para levantar los controles fronterizos que pesan sobre el flujo de capitales, la información, los servicios y todo aquellos que implique una mayor globalización. Pero cuando se trata de inmigrantes y refugiados, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea o Japón, el Estado reclama todo su antiguo esplendor afirmando su derecho soberano a controlar sus fronteras”.
Se viaja al extranjero por gusto, por ampliar estudios o por conocer tierras y personas nuevas. Pero se emigra por necesidad económica, problemas sociales o persecución política. También por causa de reagrupación familiar e incluso por deseo de aventura vital. Hace cincuenta años, ni los africanos ni los latinoamericanos emigraban en la proporción actual. Emigrábamos los europeos meridionales: españoles, portugueses, italianos y griegos; también los irlandeses. Esto tiene que ver radicalmente con la globalización de la economía y las nuevas relaciones de fuerzas sociales.
El que emigra tiene una sensación de ruptura y la integración puede suponer un desarraigo. La sociedad de destino se considera una sociedad de llegada más que una sociedad de acogida, mientras que se descubre que el Norte es una sociedad de consumo más que del bienestar soñado que nos habían presentado a través de los medios. Finalmente, el retorno se convierte en un mito, pues tiene que ver más con el momento que con el lugar: no se puede regresar con las manos vacías, pues somos la esperanza soñada de la gran familia que nos envió, nos sostiene y nos aguarda.
Sólo un 2,3% de la población mundial abandona su país para establecerse en otro. Dentro de la UE, donde sí existe la libre circulación de la mano de obra, únicamente un 2% de la población laboral ha trabajado en un país de la UE distinto del suyo, a pesar de que en el último tercio del Siglo XX se ha multiplicado por dos el número de emigrantes en el planeta. Si era de 74 millones de personas en 1965, en la actualidad se estima en torno a los 150 millones con las fronteras meridionales de EEUU y la UE. No se contabiliza la emigración clandestina ni los movimientos migratorios dentro de los estados.
EXPLOSIÓN DEMOGRÁFICA
La más temible de las amenazas para la especie humana es la explosión demográfica. La Cumbre sobre Población y Desarrollo, celebrada en El Cairo en 1994, subrayó que el aumento de la educación de las niñas y las mujeres produce un descenso de los índices de fertilidad y una reducción de las tasas de mortalidad y morbilidad. Está demostrado que en todos los países industrializados en donde la mujer tiene acceso a la educación y a los puestos de responsabilidad que les corresponde, la curva demográfica ha descendido hasta extremos tan peligrosos que hacen imprescindible el auxilio de los inmigrantes para garantizar el pago de las pensiones mediante sus cotizaciones a la Seguridad social. Al tiempo que cubren un enorme número de empleos para los que no hay mano de obra entre los naturales de esos países y garantizan el desarrollo social y económico, a pesar de la miopía de los gobernantes.
Recordemos que, en la década de los noventa, los extranjeros que vivían en España no llegaban a representar el 3% de la población. Sin punto de comparación con el 6,5% de Francia, el 9% de Bélgica, el 32% de Luxemburgo, el 17,5% de Suiza, el 7,5% de Alemania o el 6,5% de Austria.) Es evidente que la psicosis de invasión de emigrantes que esgrimen ciertos políticos retrógrados es insensata y suicida, pues pone en peligro el crecimiento económico y el mismo desarrollo social de un país que durante siglos se apoyó en la emigración a Latinoamérica y durante décadas inolvidables España envió millones de ciudadanos a diversos países de Europa, en casi idénticas condiciones a las de los inmigrantes que hoy tanto les asustan. No tiene fundamento el impacto negativo que se atribuye a los trabajadores extranjeros sobre el paro y la productividad.
Cualquier política de inmigración fracasará si se limita a trabajar sobre las condiciones de destino y no aborda lo que ocurre en el origen. Los países europeos, tierra de emigrantes, tienen que reconocer el derecho natural a la emigración y favorecer la legislación más generosa para convertirnos en tierra de asilo, como simple reciprocidad en la acogida de quienes un día no lejano recibieron a decenas de millones de europeos.
Es posible favorecer esa integración sin absorción alguna, sino respetando y pactando el futuro para hacer viable justo el presente. No vaya a alcanzarnos la maldición que Albert Camus cita en La Peste “Los despreciaba, porque pudiendo tanto se atrevieron a tan poco”.
Porque los signos de los tiempos nos muestran un planeta cada vez más globalizado, es preciso desarrollar políticas de justicia social y de solidaridad que reconozcan que todos los pueblos están entrañablemente relacionados y que la paz o es fruto de la justicia o es silencio de cementerios de las víctimas de un crecimiento injusto y desproporcionado.
El autor es Profesor Emérito U.C.M.
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