Hablar es el acto a través del que las personas nos comunicamos, utilizando una lengua o idioma; por tanto, es un fenómeno psico-físico dentro del que se asocian imágenes y conceptos para la transmisión de ideas y la relación entre individuos. Luego, hablar no es más que el acto individual por el que se hace uso de una lengua para comunicarse según las reglas y convenciones gramaticales, con una comunidad lingüística determinada; ese proceso debe cumplir con presupuestos esenciales de los que el más importante es, sin duda, el ritmo con que se habla, es decir, la fluidez.
La CPE en el Art. 235 (in fine) determina que para acceder al desempeño de funciones públicas se requiere hablar al menos dos idiomas oficiales del país; aquella prescripción, demagógica por donde se la mire, ha hecho un quiebre a la licitud de casi todos los servidores públicos. Primero, la Ley 269 de 2 de agosto de 2012, en su Art. 21 dispone que: “La administración pública y entidades privadas de servicio público en la contratación de su personal, deberán ponderar el conocimiento de los idiomas oficiales (…)”.
La redacción de este precepto importa indiscutiblemente ya una negación inaceptable en lo político e inverosímil en lo jurídico, del texto constitucional, de primacía sobre cualquier otra disposición normativa, por imperio del Art. 410 de su misma redacción. Pues bien, la Carta Magna “impone saber un idioma nativo” para el acceso a la administración pública en cualquiera de sus jerarquías. Nuestros legisladores con ignorancia flexibilizan ese mandato, empleando el término “ponderar”, que semántica y gramaticalmente tiene connotación distinta; es decir que como las autoridades jerárquicas no saben idioma nativo, para el ejercicio de la función pública ya no cuenta entre sus requisitos -en primera instancia- hablarlo, sino es apenas un presupuesto que hay que tomarlo en cuenta.
Aun con esa atrabiliaria redacción de la Ley 269, es ella misma la que establece un tiempo para su aprendizaje. El plazo ha vencido superabundantemente y nadie del gobierno se conmueve por su cumplimiento, a no ser cuando se trata del opositor. Posteriormente el Órgano Ejecutivo dicta el DS 2.477 con una serie de disposiciones orientadas –aparentemente- a salir del entuerto en el que su dislate populista le ha metido. Pero, ¿qué acción ha tomado respecto a la unificación de vocabularios, acuñación, recuperación y restauración de términos, expresiones idiomáticas, gramática y sintaxis en los términos que reza el Art. 4 del inocuo instrumento legal? Claro que ninguna.
¡Por favor! En Bolivia ni el 5% de los servidores públicos habla un idioma nativo, por tanto todo ese porcentaje, incluido el segundo mandatario del país, está dentro de la ilegalidad porque la Constitución dispone con carácter imperativo hablar al menos dos idiomas oficiales y ningún otro instrumento normativo de inferior rango puede contrariar su redacción. De manera que aquello de la implementación progresiva es vil argucia, habida cuenta la confesión de varios dignatarios del más alto rango del gobierno, de: “sentir vergüenza por no hablar ningún idioma nativo”; que es, de todos modos, declaración no sustitutiva del requisito único que manda la CPE: “hablarlo”. En las semanas últimas, varias autoridades se han esmerado en mandar un saludito memorizado en lengua nativa. Lo cierto es que en Bolivia basta saber decir ¡jallalla! para acceder al aparato estatal.
Creí que todos éramos iguales ante la ley. Seamos sensatos, se impone una reforma del irracional mandato constitucional, mucho más en tiempos en que nuestra justicia, cada vez de peor razonamiento, ha sentado que postular a las primeras magistraturas es un derecho humano.
El autor es jurista y escritor.
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