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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Europa, al filo de la desintegración


Nunca como ahora discreparían tanto Kant y Morgenthau si se pusieran a discutir sobre política internacional y, más aún, sobre Europa, porque nunca como ahora el deseo y la realidad estuvieron tan peleados y, al mismo tiempo, tan latentes. Nunca como ahora se dejaron ver de una manera tan nítida las diferencias que existen entre las posturas de la política idealista y las de la política realista.

Es evidente que la unidad económica y monetaria que ayer parecía ser garante de una unidad de largo plazo, hoy está socavada por la política de las naciones que han reavivado sus sentimientos y pretensiones nacionalistas. Lo peor es que estas pretensiones no son meras pretensiones: algunas están respaldadas por agentes militares. Decíamos que hay una confrontación entre el deseo y la realidad. Y es que quizá jamás como ahora la necesidad de una comunidad internacional solidaria y democrática haya sido tan fuerte. Es un contexto de contrariedades; mientras la Gran Bretaña es menesterosa de un reajuste económico, su talante nacionalista agudiza la crisis.

El problema de los nacionalismos no se ha superado, y pese a que éstos hoy tengan quizá un matiz distinto (ya no son como los de los imperios Otomano y Austrohúngaro), no dejan de ser una amenaza para la integración de ese viejo continente que parecía ser dechado de virtudes continentales liberales. Y el problema no solo es de índole internacional, sino también intranacional, y es que en algunos Estados del oriente europeo se han levantado voces que apuestan por reformas jurídicas que, de ser ejecutadas, relativizarían el correcto funcionamiento de lo que significa un Estado de Derecho.

La integración está siendo disminuida por un asunto de fondo que se llama egoísmo humano y que, antes que ser explicado por la teoría de las ciencias políticas y las relaciones internacionales, podría ser mejor ilustrado por la psicología. Cuando al ser humano lo mueven sus instintos más salvajes, no hay criterio de migración, ni de participación económica, ni de cooperación, ni de refugio, que lo lleven a actuar de una forma más o menos integracionista o más o menos altruista.

El parlamento europeo no enfrenta un problema de cantidad de problemas; al fin y al cabo, todos los parlamentos de la tierra tienen en sus órdenes del día una larga lista de dificultades que resolver. El problema que enfrenta es la naturaleza de esos problemas, la raíz de esos conflictos, que, como tenemos dicho, están relacionados con rencillas históricas nacionalistas. Y otra dificultad está en que no solamente hay problemas entre la UE y países no miembros, sino en la misma UE. Hay una Ángela Merkel con un apoyo cada vez más decadente y una Gran Bretaña que comienza a dudar del Brexit, sencillamente porque se da cuenta de que las decisiones económicas de su entorno, y que la influyen directamente, se toman en el seno de la UE.

La pregunta clave es ¿qué es más difícil: los roces entre países o los problemas intranacionales? Como fuere, lo que sí se sabe es que el hueso de todo es el desencanto ideológico de la sociedad europea por no haber alcanzado lo que se propusieron cuando se colocaron en un mismo camino en pos de una meta común. Los que hoy gobiernan esos países y firmaron los acuerdos de democracia no conocieron los holocaustos de ayer ni los furores nacionalistas que encendieron las guerras más terribles, y quizá esté en esa falta de conocimiento uno de los errores, y sí están saturados de discursos idealistas que prometen futuros estables. Así, el problema se recarga en la historia.

El realismo, una mirada descarnada y que supone el derecho de dominar de los más fuertes, parece una realidad indiscutible en el tiempo que nos toca vivir. En realidad, el ser humano siempre se ha movido por sus pasiones bestiales y ha impuesto su deseo. ¿Llegará algo de esto a nuestra América?

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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