Clepsidra
Casi exhaustos de esperar, con justificada impaciencia, el desenlace de los hechos que se vienen sucediendo en la hermana república de Venezuela, donde se libra una sorda batalla para liberarse de la narcotiranía comunista que la subyuga desde hace veinte años, no podemos dejar de recordar el ominoso muro de la vergüenza, como fue denominada la muralla que dividió durante más de 28 años la ciudad de Berlín, paradójicamente bautizada por la socialista República Democrática Alemana como “Muro de Protección Antifascista”, especialmente para quienes tuvimos la suerte, o mala suerte, de presenciar su levantamiento, así como la extraordinaria oportunidad de contemplar su derribo.
Fue un 13 de agosto de 1961, a escasos 16 años de finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando bajo el irrisorio pretexto de proteger a la población que ocupaba el Bloque Este de Berlín del ingreso de elementos fascistas, tropas militares resolvieron erigir, en una sorpresiva acción comando, una valla de alambre de púas, que devino posteriormente en el horroroso muro de concreto con el que se separó por más de medio siglo la zona oriental de la ciudad berlinesa bajo control soviético, de la del Berlín Occidental que era un enclave perteneciente al espacio económico de la República Federal Alemana.
Los jóvenes estudiantes latinos de entonces, enfervorizados por el triunfo de Fidel Castro y su guerrilla sobre el régimen dictatorial de Fulgencio Batista, vimos en la actitud de la Rusia soviética, una reacción natural de su lucha contra el imperio norteamericano empero, jamás habríamos imaginado que con ese hecho se estaban iniciando las peores y más largas dictaduras de cuantas ha padecido el género humano. Asimismo, nunca habríamos podido vaticinar que, sólo el intento de trasponer dicha muralla iba a costar la vida de más de 270 personas, que fueron vilmente asesinadas en su intento, incluyendo una treintena que fallecieron como consecuencia de la detonación de minas. Por supuesto no existe ni existió registro alguno sobre los individuos que pretendieron ingresar voluntariamente a ese infierno comunista.
Hoy, a 58 años de ese indignante acontecimiento, y cuando celebramos 30 años de su caída, los hechos confirman lo ingenuos que fuimos quienes asistimos azorados a esa triste realidad. Bastaba ver la diferencia que existía entre las dos Alemanias; la suerte que corrió y sigue viviendo Cuba; y la suerte que corrieron muchos otros “paraísos comunistas” sojuzgados por sus déspotas, en analogía al modelo occidental de gobierno basado en la libertad, en el respeto a los derechos humanos, a la libertad de expresión y en el respeto a la propiedad e iniciativa privada.
Muy distinta sería la historia política de nuestro mundo, si no se persistiese en aplicar esa terca y anacrónica doctrina fracasada de la Unión Soviética, matriz donde se gestó este engendro, y tratar de trasladarla pertinazmente a nuestros países, envuelta en el papel de regalo de la droga, del populismo, del falso antirracismo, y de los que porfían en hacernos creer que están obligados a erigir muros y cerrar las fronteras para evitar que fascistas envidiosos de su progreso ingresen a copiar y robar sus logros, como ha ocurrido durante estas seis décadas de impostura comunista.
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