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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Latinoamérica, lo que somos


Latinoamérica, la nuestra, es una paleta de colores vivos y un volcán en perpetua erupción. Se renueva constantemente y es la misma hace milenios. Cromatismo que inspira los mejores conceptos a los idealistas y cantera de la que se puede extraer los mejores retazos de piedra para construir una catedral inmensa, Latinoamérica contiene las potencias y saberes más hermosos y profundos de todas las latitudes y hemisferios.

Creamos en el pensamiento de Todorov: «Uno puede descubrir a los otros en uno mismo». Apliquémoslo. Quien dijo que esta tierra se halla aislada porque sus bosques aún transpiran vapor tibio y primitivo, o porque sus montañas no permiten construir carreteras y tranvías, o porque todavía no concibe del todo la lógica del historicismo lineal europeo, quien dijo eso, se equivoca. Latinoamérica es, ha sido y será por muchos siglos más un centro de inteligencia y movimiento, extraño para el investigador europeo, sí, pero con un porvenir de maravilla y un destello que solamente nosotros los nativos podremos entender.

Y es que es cierto. Latinoamérica, al ser centro de variados tipos sociales y culturales, es un espejo lustroso para que el sociólogo y el antropólogo vean y luego estudien la realidad de una identidad que hasta ahora no está bien definida por la academia y la teoría. Al vernos a nosotros mismos, como si además de personas fuésemos también un espejo o un oráculo para descifrar nuestro propio porvenir, podemos ver las miserias humanas más tremendas, como la realidad de un mundo hambriento de riqueza que penetró las entrañas de la tierra roja del Potosí hasta dejarla empobrecida, la angurria del político que copó por varios años la silla de mando y el rencor humano de los hombres públicos que se pusieron trabas entre ellos mismos. Pero también podemos subir hasta las más altas cotas de la virtud a las que pueden llegar el espíritu y el altruismo, si echamos ojo a la mano trabajadora de los que levantaron la economía de los nuevos Estados independientes, a la fuerza del campesino que respeta su tierra y la trabaja y a los escritores que erigieron un tipo nuevo de literatura que hace honor a la erección de los pueblos de esta América.

Macondo, ese pueblo salido de la mente prodigiosa de García Márquez, ya no puede retratar el escenario de nuestros días. Hoy Latinoamérica es un contenedor de muchas fuerzas políticas opuestas entre sí. Es un todo, sí, y lo seguirá siendo, pero un todo con diversos elementos particulares que hay que analizarlos con cuidado. Es como si el conservadurismo estuviese resurgiendo. Es como si los nacionalismos estuviesen volviendo a cobrar fuerza. Es el signo del tiempo para un mundo que está volviéndose a ver frente a su destino: volver atrás para recuperar lo perdido. Con esto, sabemos que la historia dialéctica de Hegel y el historicismo lineal y materialista de Marx, no estaban en lo correcto, y que es la historia cíclica que nos enseñaron nuestros amautas la que vale para explicar el movimiento de los hechos.

Somos Hernán Cortés penetrando el cuerpo cobrizo de Marina. Somos la sirena y el charango tallados en el granito de San Lorenzo. Somos la teogonía de los Andes y el cristianismo de ultramar unidos en una sola fuerza de creencias. ¡Qué riqueza! Así, pues, lo somos todo: podemos descifrarnos en nosotros mismos y ver el mundo también.

La tarea ahora consiste en descubrir nuestra verdadera historia y, con ella, más de nuestra riqueza. Definir nuestra identidad común. Como decía Octavio Paz en La llama doble: «Desechar los disfraces, arrancar las máscaras. ¿Qué ocultan? ¿El rostro del presente? No, el presente no tiene cara. Nuestra tarea es, justamente, darle cara».

 
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