Algunos políticos en el pasado pecaron de insensatos, al injuriar, en sus peroratas, al Supremo Creador, sin motivo. ¿Qué tenía que ver Él con sus dudosas asociaciones partidarias?, nada. Pero lo agraviaron.
Actitud propia de aquéllos que presumían de omnipotentes y superhombres. Que creían que sólo con el poder político, sin la mediación de Dios, se lograría cambiar el rumbo de la historia. Un intento que fracasó rotundamente. Ello lo hemos visto en la región y otras zonas del mundo.
Ciertamente nadie está obligado a buscar a Dios. Tampoco hay una ley expresa al respecto. Ni gobierno que lo exija. El que quiere que lo busque. “Buscar a Dios es un empeño enteramente personal”, escribe Alexis Carrel, Premio Nobel de Medicina en 1912 (1).
Buscar a Dios con humildad, evocar su nombre no para denostarlo sino para honrarlo. Seamos sinceros con Él, nunca ladinos, menos oportunistas.
“Un profundo matemático -no un maestro del cálculo, sino uno que sienta el espíritu vivo de los números- comprende que con su ciencia conoce a Dios. Pitágoras y Platón supieron esto, como Pascal y Leibnitz. Terencio Varrón, en sus investigaciones sobre la vieja religión romana, dedicadas a César…”, afirma el filósofo e historiador alemán, Oswald Spengler (2).
Por lo visto, estudiosos de dilatada trayectoria, ayer y de hoy, han reiterado su fe en Dios. Estuvieron persuadidos de que lo conocían mediante el cotidiano quehacer. Sólo los mediocres no creían en Dios. Sólo éstos buscaron los más innobles argumentos para negarlo. Entre ellos están quiénes tenían su propio dios: el dinero, el placer o el poder político.
En suma: buscar a Dios es buscar la paz, el amor y la libertad.
(1) Alexis Carrel: “La incógnita del hombre”. Buenos Aires, Argentina, 1959. Pág. 136.
(2) Oswald Spengler: “La decadencia de occidente”. Madrid, España, 1946. Pág. 268.
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