Han transcurrido tres años de los resultados del referéndum del 21 de febrero de 2016 y que significó cerrar las aspiraciones de perpetuarse en el poder al binomio Morales-Linera, mediante la modificación del artículo 168 de la NCPE, aprobada por el rodillo parlamentario del que goza el partido oficialista.
No cabe duda que el soberano es quien tiene la última palabra en la hora de evaluar el accionar de quienes fueron elegidos en las urnas y es también esa expresión firme y legitima la que se debe respetar, si al menos se pretende “gobernar escuchando al pueblo”, cual es el discurso con el que se llenan la boca el presidente, vicepresidente y los acólitos seguidores del partido pseudosocialista y populista MAS. El 21F le significó al país un coste económico de más de 168 millones de bolivianos, donde se impuso el “No” con el 51,3%, frente al “Sí” con el 48,7%; porcentaje total que representó la participación del 84,47% de habilitados en el padrón electoral. Lamentablemente, tales resultados serían desestimados totalmente, recurriendo a una serie de artificios, como la aplicación preferente de derechos políticos por encima de la CPE, la Ley de Organizaciones Políticas y la convocatoria a elecciones primarias obligatorias.
El soberano tomó la decisión de frenar las intenciones de perpetuarse en el poder de Morales y Linera probablemente por incumplir promesas electorales y haberse alejado de los preceptos de la norma constitucional; el tráfico de influencias, contratos ilegales y lesivos al Estado puestos al descubierto; narcotráfico, casos cínicos de nepotismo en la administración pública; la improvisación reflejada en la frase acuñada del presidente “yo le meto nomás”, pero principalmente, los bullados casos de corrupción que terminaron por socavar la credibilidad y la imagen de Morales que arropado por la Conalcam y las facciones de las seis federaciones del trópico, insiste en aferrarse a la repostulación, imponiendo el pasado 27 de enero, unas primarias obligatorias que lejos de ratificar y consolidar al binomio oficialista, no tuvo la capacidad de legitimarse siquiera ante su militancia cada vez más reacia, molesta y decepcionada de su organización política.
El flagelo de la corrupción ha acompañado la gestión de Morales y en este último tiempo, constituye -para colmo de males-, uno de los principales factores que ha profundizado la desconfianza y decepción de la ciudadanía en general; pues donde se pone el dedo, supura con fuerza la llaga de la corrupción que, a modo de metástasis, se ha expandido en todos los niveles e instancias del Estado. Son más de una veintena de casos de corrupción emblemáticos denunciados, los mismos que no han sido debidamente esclarecidos y, en algunos casos, fueron tratados con displicencia, benevolencia y guante de seda, imponiendo sanciones y medidas sustitutivas irrisorias a los culpables por parte de los operadores de justicia que, desgraciadamente, se encuentran subyugados por los dictámenes caprichosos del ejecutivo y la casa del pueblo.
Lo detallado hace evidente la falta de transparencia y responsabilidad para administrar los bienes y recursos del Estado; fuertemente asociado al deterioro institucional, la administración de justicia, la falta de ética y principio de cumplimiento a las normas constitucionales, pisoteadas por el propio presidente y su entorno, que lejos de dar el ejemplo, son los primeros en infringirlas. De ahí que los resultados del 21F y el reciente 27E se constituyen en un importante bastión de la democracia y el estado de derecho, que ratifica la voluntad y expresión plena del soberano que de manera categórica y contundente dijo “NO” a la reelección indefinida y la pretensión de Morales de perpetuarse en el poder, aun a costa de seguir agraviando groseramente la norma constitucional.
El autor es MGR. Docente e investigador, Universidad Mayor de San Simón (UMSS), Cbba.
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