Para quienes tuvimos la oportunidad de prestar servicios en instituciones del Estado, además de cumplir los requisitos del perfil para ocupar uno u otro cargo, fue incorporándose uno nuevo que instaura que todo funcionario debe contar con habilidades comunicacionales en una segunda lengua oficial, además del castellano, tomando en cuenta el uso y la región -sea éste el quechua, aimara o guaraní, siendo los más comunes-; tal como establece la Ley General de Derechos y Políticas Lingüísticas (269), concediendo un plazo de tres años para que los servidores públicos cumplan con esta exigencia.
La citada disposición fue ejecutada con cierta obligatoriedad, más que por interés o entusiasmo por los servidores, asistiendo a las clases de enseñanza de idiomas nativos, según el uso y la región; pues constituía condición sine qua non de permanencia en la función pública, así como para optar a cualquier postulación a cargos de la esfera gubernamental. El no cumplimiento de esta disposición debería dar lugar al despido directo de funcionarios, es decir de los que no acaten tal requisito, como fue advertido por el mismo Presidente el 26 de julio de 2015 en un acto en el municipio de Puna (Potosí) y que no dejó de ser una más de las desafortunadas aseveraciones a las que nos tiene acostumbrados.
Al presente, la evaluación de las aptitudes lingüísticas adquiridas por los servidores públicos podría ser calificada como laxa, displicente y que incumple lo previsto por la Ley 269; pues, en la práctica se ha evidenciado excepciones, privilegios y en otros, el despido de funcionarios para reemplazarlos con personal “más comprometido con el proceso de cambio”; haciendo entrever que dicha ley ejerce cierta condición de funcionalidad y sometimiento ideológico al partido gobernante y es utilizada hábilmente para desligarse circunstancialmente de quienes no comulgan con sus ideales.
Precisamente ahí radica nuestra crítica e incomodidad ante los privilegios y excepciones en la aplicación imparcial de la Ley 269 -como ha sido una constante en el accionar del partido gobernante MAS-, siendo el caso concreto del Presidente y Vicepresidente, quienes en reiteradas ocasiones han demostrado sus grandes limitaciones en el manejo, pronunciación y entonación de un idioma nativo, evadiendo sistemáticamente las invitaciones de la prensa para brindar un simple saludo en idioma nativo, sea en aimara o quechua, aun obtusa y forzadamente, como fue el breve y trastabillado discurso en aimara de Morales en ocasión del Año internacional de las Lenguas Indígenas en la ONU; acrecentando aún más el debate en el país sobre si los dos primeros mandatarios efectivamente hablan una lengua nativa, como ordena la Constitución.
Morales y García se encuentran inscritos como candidatos para las elecciones generales de fin de año y habrían presentado ante el TSE certificados de aprobación de idiomas nativos emitidos por la EGPP. De acuerdo con la inscripción como candidato presidencial, Morales entregó dos certificados que señalan que es “aimara y quechua hablante”; mientras que su acompañante es “aimara hablante”. A pesar de tales certificaciones, no han tenido la capacidad de demostrar, con solvencia pública, el dominio de una segunda lengua oficial, ni siquiera medianamente sus habilidades comunicacionales de pronunciación y entonación, por lo que, si se aplica a letra muerta el reglamento de habilitación de candidatos a Presidente y Vicepresidente del TSE, deberían ser automáticamente inhabilitados.
Lamentablemente, es pedir demasiado a una instancia cooptada, servil, sumisa, parcializada y cómplice de las disposiciones arbitrarias del partido gobernante MAS; pues ha permitido la participación de un binomio (Evo-Álvaro) que constitucionalmente está inhabilitado.
El autor es MGR. Docente e investigador, Universidad Mayor de San Simón (UMSS), Cbba.
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