Carolina Vásquez Araya
Los parámetros en donde se inscribe la cultura patriarcal permanecen inmutables.
Algunos investigadores afirman que el cinturón de castidad jamás existió. De acuerdo con el experto en estudios germánicos, el doctor Albert Classen, ese adminículo creado durante la Edad Media para garantizar la castidad de las mujeres es una leyenda popular. Puede ser; sin embargo, es imposible negar la existencia de una versión cultural y social de tal engendro metálico, cuya operatividad para ejercer un enorme poder restrictivo en los derechos y las libertades del género femenino ha traspasado los siglos sin grandes obstáculos. De hecho, la prueba está en la lucha feminista por derribar estereotipos y recuperar espacios de participación que les han sido escatimados a las mujeres a lo largo de la Historia, en pleno Siglo Veintiuno.
Ante otra conmemoración del Día Internacional de la Mujer, todavía es necesario salir a las calles y enfrentar al poderoso sistema patriarcal para exigir el respeto por los derechos sexuales y reproductivos, los derechos políticos y económicos, así como el acceso a una justicia con enfoque de género. La resistencia del sistema en países con un desequilibrio rotundo en las cuotas de poder, en donde la presencia de mujeres en sus organismos legislativos es casi nula, permite la implantación de normas restrictivas tan radicales como los cinturones de castidad medievales –reales o imaginarios- con el propósito de monopolizar el poder castigando todo intento de igualdad entre sexos.
En esta lucha desigual y profundamente perversa uno de los grupos más golpeados es el de la infancia. Incapaces de defenderse y, peor aún, sin consciencia de su condición de marginalidad, las niñas y niños sufren los peores embates del machismo y la misoginia. En nuestras naciones regidas por gobernantes corruptos en un contexto de hipocresía religiosa y normas espurias, el sueño de la paz y el desarrollo para todos por igual es imposible por definición. Una sociedad en la cual la desigualdad, el abuso y la imposición de restricciones a los derechos humanos de las mujeres sea tolerado por sus integrantes por desidia o ignorancia, jamás podrá superar ese subdesarrollo viciado que la ha marcado durante siglos.
El candado de hierro no es más que una metáfora, pero ilustra a la perfección ese cúmulo de prejuicios moralistas y añejos enraizados en el pensamiento colectivo y cuyo poder se ejerce sin discriminación ni análisis sobre el sector mayoritario y menos influyente de las sociedades. Entre las mujeres y la juventud -contingente cuyo aporte representa la base del desarrollo de un país- cubren largamente la mayoría absoluta de la población. Por lo tanto, de alcanzar la cuota de poder político y social que les correspondería por derecho, las reglas del juego cambiarían de modo tan drástico como para dar una dramática vuelta de tuerca a los sistemas actuales, que han empobrecido a los pueblos para enriquecer a las mafias que los gobiernan.
El castigo familiar y social contra quienes exigen cuotas justas de participación en la definición de leyes y normas que les afectan, respeto por sus derechos elementales y el control sobre aquello concerniente a su cuerpo y su intimidad, constituye otra fase de la violencia de género, esta vez institucionalizada, otro de los resabios de un sistema colonialista añejo y cargado de prejuicios. Una legislación sin participación igualitaria de mujeres y hombres nunca podrá ser justa ni legítima, sino una dictadura avalada por inercia y tradición. Por ello, el acceso de las mujeres a los cuadros superiores de las instituciones políticas es una necesidad vital para garantizar una auténtica democracia.
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