José Ignacio Gallego
Dos años después del impactante trabajo de teledetección desarrollado por la Unesco y el CIAAAT, regresamos a la materia para observar desde el enfoque de la divulgación el cómo de aquel hito de nuestra arqueología.
En estas fechas habrán transcurrido dos años desde que, a comienzos de 2017, presentáramos el primero de los dos vuelos científicos de un dron sobre el sitio Patrimonio Mundial de Tiwanaku. Es un buen momento para volver la vista atrás, y recordando el impacto que aquel trabajo tuvo en la sociedad, acercarnos a los lectores y comenzar a explicar los mecanismos que nos aportaron informaciones reveladoras sobre cuestiones que se nos escapaban hasta ahora, como los límites físicos que determinan el tamaño real del sitio, la presencia de nuevos elementos de carácter monumental, o el cálculo potencial de su población antigua.
Para todas estas incógnitas, los arqueólogos utilizamos herramientas técnicas, en ocasiones fruto del desarrollo de nuestra propia disciplina, y en otras aprendidas de diferentes materias científicas. Este último es el caso de la teledetección, que desde la Unesco fue la fórmula por la que optamos para el estudio de Tiwanaku. La teledetección es el conjunto de técnicas que nos permiten, mediante sistemas como drones o satélites, observar la superficie terrestre y analizar algunos de sus aspectos, sin necesidad de tocar un centímetro de tierra. Es lo que denominamos una acción no invasiva, en cuanto a que no altera ningún elemento de los objetos que estudia.
Tanto los drones como los satélites portan equipos de observación remota que permiten, desde la elaboración de mapas de altísimo detalle, hasta analizar detalles de la superficie, como la vegetación o la humedad, que nos indican indirectamente qué podemos encontrar. Estos equipos, altamente sofisticados, nos proporcionan imágenes e información asociada que, una vez estudiada, nos permiten establecer conclusiones sobre diferentes materias. En Tiwanaku, por ejemplo, el análisis de las imágenes del satélite Sentinel 2 nos mostró como el perímetro de la antigua urbe era un espacio altamente inundable en época de lluvia. Eso negaba la posibilidad de que la mancha urbana se extendiera más allá de estos límites físicos.
A continuación, al poder establecer cuáles eran las “zonas secas”, y dado que conocemos la manera en que los antiguos Tiwanakotas construían sus barrios, podemos establecer de forma aproximada cuánta gente podría vivir en la ciudad. Del mismo modo, al tener certezas sobre sus espacios y su población podemos evaluar cuestiones como el trabajo empleado para la construcción de sus obras públicas, o la importancia crítica de algunos recursos que, hasta ahora, habían pasado desapercibidos, como la arcilla. Únicamente el núcleo de la pirámide de Akapana está compuesto por 6441400.000 de kilogramos de este material.
Como pueden comprobar, la ciencia es un maravilloso juego en el que cada descubrimiento es como un pequeño cabo del que podemos tirar para ahondar en la comprensión de las cosas. Un proceso en el que las cosas más sencillas pueden resultar las más difíciles de explicar, y las más complejas basarse en formas de hacer realmente simples.
El autor es Consultor Internacional Unesco.
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