Reflexionando sobre las complicaciones que existen en el mundo; causadas por diversos factores, desde los enteramente incontrolables para el hombre, como los de las fuerzas naturales, aun sabiendo que esas catástrofes son, de alguna manera, también responsabilidad de los terráqueos, me puse a pensar en los líderes del mundo que ejercen autoritarismos, tristemente en más de cincuenta países alrededor del orbe y que voluntariamente provocan el terror.
Pero haciendo un examen, si se quiere, entre los rasgos de esos siniestros personajes (la mayoría en el Asia y el África), permítaseme disentir con la posición casi generalizada de politólogos y analistas de la materia, que opinan que dictador es aquel gobernante cuyo poder no nace de las urnas. Sí, discrepo con esa manera tan restringida de definir un gobierno impostor de la voluntad popular. Y es que para ser dictador, no es indispensable que haya ausencia de democracia; hablo de la democracia formal, es decir de un gobierno que haya salido del resultado del voto.
Es innegable que la mayoría de los dictadores acceden al poder mediante la fuerza; pero la democracia tiene distintos matices que van desde el ejercicio de los derechos ciudadanos por parte de los gobernados, digamos los derechos políticos, humanos, a la educación, etc., hasta una democracia plena que es, además, la que Montesquieu plantea, como la auténtica separación de los poderes y la soberanía del pueblo.
Mas sucede que aun cuando el poder político nazca de la voluntad popular en un determinado momento histórico, se puede ejercer dictadura (es el caso de Benito Mussolini, Adolf Hitler, Hugo Chávez y otros), al desconocer la voluntad mayoritaria para su alejamiento, prolongándose en el poder bajo un artificioso manipuleo de los otros órganos del Estado, decantando la gestión y sobredimensionando el ego, para terminar en un culto a la personalidad.
Mantenerse en el poder forzando las leyes, importa también una dictadura, porque se atenta contra el principio primario de la democracia, que es la alternancia en el ejercicio de aquél. Y ¿acaso la negación a la separación de poderes no es un atentado tan grave a la esencia de la democracia, como para no ser considerado un dictador?
El golpista o el “demócrata” que son indistinguibles cuando controlan los medios de comunicación y utilizan los de propiedad del Estado para laudar sus acciones y vituperar al opositor, ¿acaso no son dictadores en igual medida?
La dictadura, más que la ausencia de democracia, es la negación de ella, que en los hechos supone crear enemigos internos o externos artificiales, complots inexistentes y un rasgo característico de todos los que quieren perpetuarse en el poder: la paranoia, que es solo medio para justificar las arbitrariedades que son cometidas en contra del adversario. La dictadura está en campaña permanente, con un discurso de odio hacia el detractor, y lenguaje dulce al adepto, con promesas que son vertidas sin tener la menor intención de honrar.
Me viene a la memoria la novela del escritor Mario Vargas Llosa, “La fiesta del chivo”, que aunque esmeradamente escrita, hace una descripción repugnante del dictador dominicano Rafael Trujillo, poniendo al descubierto las tropelías que un hombre con el título de Presidente puede cometer. Los abusos y escándalos amorosos no están al margen de quienes, a pesar de vivir en democracia, los cometen amparados en el poder que detentan. El grupo que lo secunda, que siempre lo hay, lo venera y justifica. Lo cierto es que desde Julio César, pasando por Robespierre, Maduro y otros más de la actualidad, suman a esos rasgos en común la convicción de su omnisciencia e infalibilidad.
El autor es jurista y escritor.
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