Algo más que palabras
“La placidez se alcanza a través de la certeza de ser yo en mi personal identidad y de no sentirse perdido”.
Desde el año 2013, Naciones Unidas viene celebrando durante el mes de marzo, ese espíritu gozoso de felicidad que todos merecemos por el simple hecho de vivir. Sin duda, nuestra primera premisa ha de partir de una realidad, la de ser compasivo con nuestros análogos, puesto que en el bienestar de los demás también reside nuestra propia satisfacción. En consecuencia, hemos de poner en valor el horizonte de ser felices, ensanchando el corazón, abriendo los brazos, donándonos en suma, con perdón incluido. No podemos pasar por la tierra sin desvivirnos por ella, sin contribuir con nuestro esfuerzo a hacerla un poco más llevadera para todos.
Desde luego, nuestra primera tarea es algo privativo de cada cual, de estar en paz internamente, de reencontrarse y de comprender que en esa indagación de pronombres todos somos necesarios. Por eso, hay que decir no a esta cultura individualista de lo superfluo, porque no ahonda en las entretelas de las gentes, cultiva lo efímero, y reivindica mucho el trabajo de los otros sin exigirse a sí mismo algo.
De igual modo, los endiosamientos nos adormecen e impiden que las relaciones sean auténticas y provechosas para todos, para esa dicha que en el fondo todos buscamos de manera innata, pero que nos demanda compromiso y concesión. Sabemos que nada es fácil en este caminar por el mundo.
En 2015, las Naciones Unidas lanzaron los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible que pretenden poner fin a la pobreza, reducir la desigualdad y proteger nuestro planeta, tres aspectos primordiales que contribuyen a garantizar tranquilidad y sosiego. Precisamente, por la gravedad de los hechos y la obligación adquirida, no podemos andar anestesiados, pero tampoco en guerra permanente, sin quietud alguna.
Hemos, por tanto, de indagar entre todos esos acordes armónicos, nunca encerrados en sí, sino abiertos al diálogo y a la mano tendida siempre. Por desgracia, aún hoy multitud de personas se encuentran aisladas en un mundo cada vez más interconectado. A mi juicio, es fundamental para aquellas gentes desfavorecidas, ofrecerles nuevas oportunidades de aprender, de interactuar y hacerse escuchar.
La idea Aristotélica de que “sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego”, sin duda nos sirve para tomar la orientación debida. A veces pensamos que la complacencia está en tener algo o en convertirse en alguien, y no es así, más bien está en el ocuparse del otro y preocuparse por el otro, en ese obrar por la paz y en ese forjar vínculos de convivencia, en esa respuesta al mal con el bien, en esa lucha por la justicia, en ese recorrer los días para servir mejor, amando con mayor eficiencia y eficacia. Quizás tengamos que ser también más transparentes en la entrega.
En cualquier caso, nuestro paso por la existencia no es para vegetar, sino para dejar una huella y esto no es nada cómodo, pues tenemos la costumbre de confundirlo todo, de optar por la comodidad, cuando en todo camino hay que arriesgar, al menos para tender puentes, poder abrazarnos y ser piña, en lugar de dividirnos y degradarnos como especie pensante. Al fin y al cabo, la placidez se alcanza a través de la certeza de ser yo en mi personal identidad y de no sentirse perdido.
Sin embargo, para desgracia nuestra, cada día son más los líderes mundiales que activan la convulsión e inquietan a la ciudadanía con sus insensibles bocazas, enfrentándonos a batallas inútiles que nos deshumanizan por completo, llegando a corromper de falsedades las mismas instituciones públicas. Por otra parte, también proliferan los movimientos extremistas racistas basados en ideologías que bucean promover agendas populistas y nacionalistas, alimentando la crueldad del racismo, y la intolerancia permanente.
Más pronto que tarde, deberíamos mitigar y contrarrestar este espíritu putrefacto, pues todos estamos llamados a propiciar otras atmósferas más justas, clementes y humanas. Hemos de hermanarnos. Fraternizarse requiere únicamente mucho amor; del de verdad, del que no se desgasta ni se gasta, del que construye y domina todas las cosas. Ya está bien de únicamente exaltar el éxito y el privilegio de unos pocos, de activar la arrogancia de un poder excluyente, de reafirmarse egoístamente uno mismo en perjuicio de los restantes. Tocan, pues, otras propuestas de aliento y fortaleza que nos encaminen a la verdadera alegría, afrontando los grandes desafíos de un tiempo que nos demanda mayor responsabilidad y apertura de horizontes. El regocijo, por el mero proceder del semejante, ya vale la pena.
El autor es escritor.
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