Claramente se percibe en nuestro medio que están en juego el honor y la dignidad de la conducta, frente a sus contrarios o antípodas del deshonor y la indignidad. Es decir, la contraposición entre los valores y los antivalores. La expectativa social es la de una convivencia libre de temores y desconfianzas o el reinado inverso, anclado en la incertidumbre, en el acecho de algo malo.
El honor, como el bien y el mal, está naturalmente inscrito en la conciencia humana. El honor y la dignidad no son atributos “burgueses”, como se los podría llamar prejuiciosamente, ni privilegios de los sabios, sino capacidades del género humano sin diques sociales, políticos o religiosos. Todos están llamados al ejercicio de estos valores. El hombre y la mujer, el rico y el pobre, el joven y el adulto, los gobernantes y las personas del llano. Quienes se alejan de esa conducta es por sí mismos. Dijimos en un artículo anterior que para muchos estos bienes morales son antiguallas que no van con la moda del momento, sin embargo, por toda respuesta, vale la pena enunciar la paráfrasis de que el ideal no es ajeno al mundo real, por tanto posible. El honor y la dignidad -que van más allá de lo ideal- pertenecen tanto a los individuos como a las naciones.
Es en los hombres influyentes, poderosos y en los mandatarios o gobernantes, donde mejor deberían personificarse estas virtudes esenciales o una lamentable opción por el camino oscuro y sinuoso de la ausencia de valores. Deplorablemente, en el escenario nacional se proyectan cada vez más y con mayor frecuencia actitudes de escándalo y de falta de transparencia, a los que no son ajenos los hombres del Gobierno. No es sólo la corruptela el pan de cada día, sino la falta de escrúpulos de quienes deben dar testimonio de conducta.
Así, pues, los altos personeros del Estado se nos presentan indemnes a toda forma de crítica -si el río suena es porque piedras trae- o inmunes a sus errores y omisiones, convencidos de que el aplauso político de los suyos los hace blindados e invulnerables. En este plan resalta la carencia de pundonor. Una de estas expresiones es, sin duda, el aferrarse a los cargos que ocupan en momentos en que arrecia la censura pública. Lo digno y honorable debería ser renunciar, pero es una decisión que les aterra.
Acaso no son suficientes los paradigmas que se nos reporta del exterior. Ministros y altos funcionarios recurren a la renuncia al momento de descubrírseles alguno acto inadecuado o inconveniente a su función, inclusive alrededor de su vida personal. Más aún, no dudan en renunciar cuando ven que sus colegas de gobierno se alejan del purismo ideológico que compartieron. No vamos a hablar del suicidio -que no son pocos- visto como alternativa por personajes de Estado, en salvaguarda de su honor y dignidad. ¿Entre nosotros vale más la desfachatez y la impostura, que una salida honorable?
Replica de lo anterior contemplamos a través de los últimos acontecimientos protagonizados por algunos indignos miembros de la Policía Boliviana, marcados a fuego por la búsqueda de riqueza a como dé lugar. No los detiene la perversión de las funciones que les ha encomendado la sociedad. Uno de los caminos transitados es ocupar destinos desde los cuales es más fácil la riqueza a costa del soborno o la extorsión. Los ascensos de grado no se cifran en la hoja brillante de servicios en el cumplimiento del deber, sino por el servilismo político.
Las investiduras más altas se prestan mejor a la obtención de poder en función de su mal uso. Desprovistos del pundonor que debe revestir el uniforme, no encuentran en el servicio de su función el premio de una distinción por méritos. Esa fue otrora la máxima aspiración del desempeño castrense. Así para el militar no había mayor honra que un ascenso en el campo de batalla o una medalla por el cumplimiento de los caros atributos militares. Todo ese bagaje de pundonor se ha perdido en los senderos del descarrío institucional del país.
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