José Carlos García Fajardo
En una sociedad en la que hay 800 millones de personas mayores de 65 años, con unas previsiones de llegar a dos mil millones antes de cincuenta años, es preciso reflexionar sobre sus condiciones de vida. Sobre todo, sobre su calidad de vida, porque una cosa es envejecer y otra bien distinta crecer y madurar. Cualquier anciano, en algún momento se pregunta cómo se le ha ido la vida sin la conciencia de haberla vivido plenamente.
Esa es la experiencia de quienes frecuentan a personas mayores que viven solas, no tanto a las que conviven con sus familias y se saben queridas y necesarias. Esa sensación de soledad impuesta y no asumida, de ir desviviéndose al constatar cada día una nueva avería, una dificultad, una pérdida de elasticidad y de autonomía que van deteriorando su calidad de vida y convierte a quienes podrían ser fuentes de experiencia y de sabiduría en seres que procuran pasar desapercibidos, hasta hacerse casi invisibles para el resto de la sociedad y hasta de la familia. No quieren estorbar y se hacen a un lado, tratan de echar una mano, pero desconfían de la torpeza de sus dedos, de la debilidad de sus manos, de verter el agua. Por eso se ocupan de los niños que los quieren y con los que juegan y ambos se saben felices porque no se juzgan ni se exigen ni se miden, sólo se ríen en complicidad establecida desde el corazón y la ternura.
Si quieren aniquilar a un viejo sepárenlo de los niños.
El autor es Profesor Emérito U.C.M.
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