El resultado del referéndum del 21 de febrero de 2016 para una nueva reelección presidencial y vicepresidencial, dejando de lado el límite de dos períodos consecutivos establecidos por el artículo 168 de la Constitución Política del Estado, es desestimado por el oficialismo con la falacia de que la ciudadanía se encontraba sugestionada por la “mentira” alrededor del llamado caso Zapata. La propia palabra del Primer Mandatario enfatizó que el 21F no fue el día de la derrota, sino el “día de la mentira”. Hay muchas razones opuestas a la presunta sugestión. Es que los tiempos que corren traen consigo el eclipse de la moralidad que hace a la vida íntima y privada de las personas. Atrás van quedando las costumbres severas que exigían honestidad en la totalidad de los actos, por lo que vivimos una sociedad bastante liviana en cuyo ámbito no se hace distinciones, así sea con los titulares del poder.
En otras latitudes la conducta de estos personajes tiene implicancias que, ahora, en nuestro medio, se las ve con indiferencia. La valoración social positiva o negativa de esta evolución o involución es discurso aparte. Salta a la vista otra manifestación del victimismo que forma parte de la estrategia utilizada por el Gobierno. Una prolongada permanencia en el mando ocasiona el hastío general como factor influyente, que podría reeditarse en la elección de octubre próximo. No se descarta la posición política e ideológica como condicionante del voto, sin duda menor a los intereses y expectativas personales y de grupo, figura no despreciable en el sector que sufragó contra el señalado mandato constitucional.
La situación conduce a interrogar si la supuesta manipulación fue ciertamente la causa del rotundo NO. Sin duda la mentira es un arma política, aunque de efectos siempre ruinosos. Quien la use y abuse corre el riesgo consiguiente. La mentira y el engaño van de la mano. La falsedad no rinde ni puede hacer capitular a la verdad.
El Gobierno al atribuir a manipulación el tema de la paternidad presidencial en el caso, incurriría en mentira, habiendo, como hay, otras razones influyentes en el resultado del 21F. Existe “quien no cree jamás en nada de lo que dice él mismo”, frase que vale tanto como esta otra: “nos engañamos nosotros mismos por engañar a otros”. Cuando la mentira se convierte en hábito, se crea una variedad por la cual es difícil discriminar qué puede ser verdad y qué mentira. Esto sucede, a su vez, con las proclamas gubernamentales de su gestión, su programa, sus obras y una supuesta eficiencia en todos. Es también “un error fatal creer que las mentiras se disimulan bajo el exceso” o la exageración.
Este hábito de mentir como estrategia -ya lo dijimos- se bifurca en doble sentido. No sólo en relación con lo efectuado o dejado de efectuar por la gestión de Gobierno. De suyo se empezó con el embuste de la “nacionalización” de los hidrocarburos, quedando en poco tiempo al descubierto su verdadera dimensión de simple recurso propagandístico.
Parecidas características tienen las manidas comparaciones de los gobiernos “neoliberales” con el proceso de cambio. Se sostiene, por ejemplo, que los gobernantes de entonces pedían al extranjero para atender el pago del aguinaldo de cada año, extremo que nadie puede certificarlo como evidente. Olvida que con dinero (abundante en su caso, por motivos exógenos), hasta la pobreza es llevadera, como reza el dicho popular y que es cosa distinta administrar la pobreza congénita de nuestro país, pese a lo pródigo de la naturaleza. Vale aclarar que el autor de esta nota no militó en ninguno de los partidos que administraron antes del 2005, ciñéndose a la verdad, pero juzga que es una cobardía el silencio de los responsables de esas gestiones por no salir a desvirtuar las mentiras oficialistas.
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