José Ignacio Gallego
En las últimas semanas, la prensa boliviana ha reflejado algunos aspectos de interés sobre el estado de salud de uno de nuestros ancianos más ilustres, que no es otro que el sitio Patrimonio Mundial de Tiwanaku. Y es que, como todo anciano venerable, que tanto nos ha entregado y del que tanto podemos todavía aprender, buscamos garantizar su existencia en las mejores condiciones para los años venideros.
La conservación de los lugares patrimoniales, y en particular de los sitios arqueológicos, es una tarea compleja. Muchos de ellos albergan construcciones antiquísimas, cuyas fábricas desafían a diario el paso del tiempo. Sus restos se conservaron en buena forma por la protección que les brindaba el hecho de haber permanecido enterrados, con unas condiciones estables y adecuadas; y en el momento en que los sacamos a la luz, retiramos esa capa protectora natural, y los exponemos a todo un conjunto de elementos que los deterioran activamente, y en ocasiones, de forma veloz. El clima, los agentes de erosión físicos, los microorganismos, o incluso la presencia del ser humano y sus actividades, pueden resultar tremendamente agresivos hacia unos restos que habían permanecido ajenos a todos estos factores. Hay que entender también que el hecho de permanecer enterrados no garantiza la conservación de todos los materiales antiguos. Muchos de ellos tienen grandes dificultades para llegar en condiciones adecuadas a nuestros días. Para que se hagan una idea los lectores, basta observar todo lo que nos rodea en nuestras casas a diario. Todo aquello que esté fabricado con materiales orgánicos, como puedan ser las maderas, los textiles, el papel, etc., con toda seguridad desaparecería en poco tiempo si quedase sepultado. Muebles, ropas, documentos… Nada de eso encontrarían los arqueólogos del futuro sobre nosotros, salvo casos muy excepcionales.
La labor cotidiana de los profesionales de la conservación consiste en controlar las condiciones que afectan a los sitios patrimoniales y sus bienes, de manera que se evite a futuro los daños que estas condiciones generan. A esto lo llamamos conservación preventiva, y trata de evitar que los deterioros posibles aparezcan y avancen. En aquellas situaciones en que los daños ya existen, y afectan a la existencia de estos lugares, se llevan a cabo procesos de intervención más agresivos y directos, que buscan, no sólo controlar el daño, sino revertirlo si es posible. A eso lo llamamos conservación curativa. Sólo en el caso en que el daño haya sido grave y afecte a la propia comprensión y la pervivencia de un bien cultural, llevamos a cabo su restauración, que sería el escalón más alto de la propia acción de los conservadores, y que requiere un mayor grado de intervención, reconstruyendo físicamente total o parcialmente este elemento.
Cada lugar, cada monumento, cada material, requiere de unas condiciones diferentes para su conservación. Tiwanaku no es una excepción. Todos los sitios de naturaleza arqueológica, y en particular los sitios Patrimonio Mundial, son ancianos que tienen una mala salud de hierro. Para garantizar su futuro es preciso contar con planes de conservación y manejo, que estructuren los trabajos de forma científica y sistemática; y profesionales adecuados, con formación y experiencia en la materia, que sepan aplicarlos adecuadamente, y corregir aquellas cuestiones en las que los planes puedan errar. Su combinación apropiada, que intentamos promover y garantizar desde la acción de organismos internacionales como Unesco, es la mejor fórmula para que nuestras hijas e hijos podrán disfrutar y aprender de lugares como Tiwanaku.
El autor es Consultor Internacional.
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