Queda aún fresca en la memoria de miles de abogados en el país y de varios millares de gentes que tienen la desgracia de tener algún conflicto judicial, el aspaviento con que fue presentada la Ley 439 que sanciona el Código Procesal Civil, como el instrumento salvador y transformador de una justicia boliviana que no solo es corrupta, sino excesivamente lerda. Se nos hizo creer que este instrumento de normas adjetivas era enteramente pensado por bolivianos, y para Bolivia, y lo que es peor: que con él, la retardación de justicia en esa materia a partir de su aplicación iba a ser cosa del pasado. Mas resulta que nuestra justicia es corrupta, pero además los agentes de la jurisdicción, apoyados por un conjunto de normas de procedimiento civil, hacen que el proceso en esta materia dure tanto como con el abrogado Código de Procedimiento Civil.
Y es que el Código Procesal Civil -al carecer de una orientación filosófica y doctrinaria, como elementos indispensables de un cuerpo normativo y, sobre todo, tratándose de una materia de espectro tan amplio, como el derecho civil- carece también de coherencia y, por tanto, su aplicabilidad en nuestro sistema judicial ha demonizado el litigio, cuando éste tendría que ser considerado como el mecanismo, conceptualmente hablando, de resolución de conflictos más civilizado en un estado de derecho.
Resulta que el código aplicable a las controversias judiciales civiles, no solo que no es producción boliviana –al fin de cuentas, eso es lo de menos, si fuera efectivo-, sino que su estructura, nomenclatura, vocabulario y preceptos, mal imitados, han agravado la retardación de justicia. Pero no solo su aplicación posterga el reconocimiento de derechos civiles, porque para que el juez admita una acción, pueden fácilmente trascurrir meses, o nunca admitirla. No faltará quien sostenga que aquello es responsabilidad de los profesionales abogados; Pues no, porque la legislación que iba a “revolucionar la justicia” es obstructiva desde sus primeros artículos, con un método de comunicación procesal que deja en indefensión a las partes y es, por tanto, violatorio del debido proceso, dictando sentencias iniciales, tratándose de procesos de estructura monitoria, sin escuchar al demandado, que en todo proceso debe ser presupuesto inexcusable para dirimir, con justicia, derechos civiles.
Así, la legislación en esta materia desconoce además la doctrina del derecho procesal civil y, en definitiva, la lógica que debe imperar en la sustanciación de los procesos judiciales. Pues bien, no se puede limitar la sustanciación de la pretensión perseguida (causa petendi), como desafortunadamente han hecho costumbre los jueces en materia civil, al poner inacabables trabas a la simple interposición de una demanda, desatendiendo los conceptos que rigen la materia.
Eduardo Couture con inmejorable criterio sostiene que: “La acción, pues, vive y actúa con prescindencia del derecho que el actor quiere ver protegido. No sólo la pretensión infundada, sino también hasta la temeraria, la pretensión del improbus litigator, merece la consideración de la actividad jurisdiccional hasta su último instante”.
Los jueces coartan el derecho a demostrar sus pretensiones en el tracto procesal que la misma ley 439 prevé, hasta cansar a quien busca justicia, abandonando la acción y dejando impaga una acreencia o resignando un derecho real.
La acción pertenece al litigante sincero y al insincero; y el resultado de su inconsistencia jurídica, si es el caso, el Juez debe resolver en fallo que ponga fin a la instancia y no antes.
El Código Procesal Civil tiene varios años de vigencia en el país y, desde entonces, hay un importante volumen de procesos judiciales que aún no han terminado o, cuando menos, habiendo concluido formalmente, no han cumplido con el fin teleológico de las contiendas sometidas a una autoridad jurisdiccional. Saltamos de la sartén para caer en las brasas.
El autor es jurista y escritor.
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