Algún ideólogo esquematizó un proyecto de gobierno sobre bases sociales en abstracto, a imagen y semejanza de un soviet marxista. Determinadas coyunturas se ofrecieron propicias para dar aparición a un presunto “proceso de cambio”. Esta idea echó mano del indianismo, no por amor al indio sino valorando su número decisivo en ciertos momentos políticos. El indianismo tenía ya algún trayecto apoyado en el vademécum reinaguista. El carácter teórico y elitista de los dirigentes indianistas hacía necesario dar cuerpo al movimiento, pese al contingente del trópico cochabambino a la cabeza del presidente de las seis federaciones cocaleras.
Bajo estas premisas no fue difícil involucrar a aimaras y quechuas, así fuese nominalmente. No obstante, faltaban instrumentos para sindicales sin importar si eran o no proletarios químicamente puros, según el gusto de los ideólogos. Con un soplo de creación surgió fictamente el Pacto de Unidad y posteriormente Conalcam, lo que significa que éstos no tuvieron vida anterior. Por añadidura se adoptó el simbolismo indígena (Pachamama, wiphala, achachilas, etc.) no sólo como ornamento vernáculo y de encandilamiento, sino aplicando viejas tácticas políticas simbológicas de los regímenes más totalitarios. Se emplearía como arma anti clase media.
La parafernalia descrita ha sido y aún está acompañada por una propaganda perversa que acentuaba, entre otros aspectos, las diferencias campo-ciudad, sin dejar de incluir una bipolaridad falazmente antagónica de originarios contra mestizos y viceversa, en un país mestizo por donde se lo mire. Logrado el poder, se atrajo a los colonizadores (grupos regionales emigrados), rebautizados como “interculturales”.
El plan presuponía controlar los mecanismos del Gobierno, entre los que sobresale el Legislativo, primer órgano del Estado. Nada mejor que otorgarlo en calidad de prebenda a los “movimientos sociales”. El efecto, -lo ven todos, el Legislativo -salvo excepciones- más pobre de la historia. Si se pretende personificarlo como indígena, existen numerosos profesionales, intelectuales y dirigentes honestos pertenecientes a las etnias originarias que tendrían mejor desempeño. El MAS es un mero recurso para llenar los aspectos formales de la política partidista y basta. Las decisiones son tomadas lejos de la sigla por los infatuados dirigentes, solamente en consulta con la burocracia estatal, y es que en el transcurso de estos trece años los mentados entes como fantasmas corporeizados exigen e imponen sus condiciones.
La COB no ha dejado de incorporarse al proceso que, sin embargo, tiene en el pasado antecedentes parecidos. Empezó por algunos ex ejecutivos retribuidos con senadurías. Luego de recibir óbolos y obsequios en abundancia, apura una cuota considerable de escaños en la elección de octubre próximo, proponiendo o, mejor, imponiendo para el Parlamento a sus actuales dirigentes departamentales. Así la COB se da modos para neutralizar a las centrales distritales que guardaban distancia frente a la identificación COB-Gobierno. Por supuesto, los ejecutivos nacionales ya tienen curules asignados. En este pandemónium no se sabe cuánto más podrá soportar la resiliencia general y pública.
El autor es jurista y escritor.
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