Aprisionado entre mis lecturas bíblicas y el vuelo de mi imaginación, un día decidí conocer lo que, desde mi perspectiva fue la cuna de la civilización. No bastó rendirme ante la esplendorosa Guiza o a la magnificente Alejandría, ni siquiera fue suficiente mi pasmo ante la gloriosa Tebas (hoy Luxor), sino que debía poner mis pies en lo más profundo de ese fascinante pueblo regado por la más mítica corriente de agua que la naturaleza en toda la historia del mundo dio: el Nilo; cuya ribera occidental fertiliza el ardiente paisaje del desierto, convirtiendo a la capital del Antiguo Imperio egipcio, en una especie de oasis de verdor intenso en medio de la hostilidad de la arena.
Claro, no podría estar hablando sino de Menfis, a donde en una tarde de inclemente calor llegué en automóvil, obligando a su conductor a devorar vertiginosamente los pocos kilómetros que la separan de El Cairo, con la única expresión que logré memorizar en árabe: “eajal ya sayidi” (dese prisa), porque el tiempo es precioso cuando se está a punto del embeleso que provoca ese paraíso dentro de otro paraíso que por siglos ostentó el título de ciudad más poblada del mundo y desde donde gobernaron los primeros faraones. De ese emporio, muchos siglos después, nos hablaron los profetas Isaías, Jeremías y Oseas en las Sagradas Escrituras.
Habría que tener por lo menos la mitad del talento que tiene el mago de la narrativa, Gabriel García Márquez, para describir con fidelidad la emoción que sentí al desembarcar del confortable sedán, para casi a los tropezones, hundir mis calzados en ese suelo circundado por el yermo amarillento de la región, en la ciudad triplemente milenaria y de la que, probablemente, partiera el éxodo de los hebreos, según me dijeron algunos beduinos de ese santuario de la cultura y de la más remota historia, que la fuerza de la necesidad los convirtió en cicerones.
Pero el tiempo es inmisericorde y aun civilizaciones tan poderosas y tan avanzadas como la egipcia, fueron cediendo ante otros imperios y ante las fuerzas naturales del universo, que según los egiptólogos -en el caso concreto- pudieron haber sido la causa de su desaparición; tan absoluta, que antropológicamente no queda ningún rastro del origen de su raza, de su ADN o del color de su piel. Los actuales árabes, nacidos en esa esplendorosa tierra, hablan de que fueron mezcla de europeos, africanos y mediterráneos.
No importa; al fin de cuentas, es mejor llamarlos raza egipcia, de la que si bien no quedó uno solo, en Menfis (actual Mit Rahuna) que se ha reducido a un gran museo al aire libre y una mancha urbana sin importancia en términos de tamaño, se puede contemplar sin restricciones, la enorme esfinge de alabastro o la colosal estatua de Ramsés II, que a pesar de los varios miles de años que tiene, conserva su belleza y perfección de la última cincelada. Y ¡qué decir de Saqqara!, la más grande necrópolis de la desaparecida capital de ocho dinastías, donde, a pocos minutos de la ciudad perdida, se erige la pirámide más antigua de la que la historia u ojos humanos tengan constancia, además por su escalonado, es el monumento de la antigüedad más asombroso en su estilo.
En fin, a Menfis debió añadirse el adjetivo de “la generosa” porque, desaparecida la genialidad de su gente que por siglos no solo hizo de ella, la capital, sino que aun perdiendo esa cualidad a costa de Tebas, mantuvo por muchísimo tiempo más el título de ciudad más importante de Egipto; fue la cantera que con sus piezas líticas impresionantes por donde se las vea, cimentaron la hoy moderna capital de color ocre predominante, de trasnochadores y románticos fumadores de shisha.
El sol se ponía, y antes de abordar el vehículo que me aguardaba, compré de un beduino ambulante un shawarma de pollo dentro de un pan pita, que me sirvió para aliviar los gruñidos del estómago mientras regresaba al bullicio y endiablado tráfico vehicular de El Cairo.
El autor es jurista y escritor.
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