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Toda interpretación judicial tiene algo (o mucho) de subjetivo

Rolando Coteja Mollo

Una de las últimas encuestas realizadas por la empresa Ciudadanía en La Paz, Cochabamba y Santa Cruz del 1 al 13 de septiembre de 2018 señalaba que la confianza en el sistema de justicia en las tres regiones, en una escala de 100 es apenas del 29,65 en promedio.

Asimismo, según el último informe “Índice Anual de Estado de Derecho” (2018) Bolivia se sitúa en el puesto 106, dos puntos menos que el anterior año cuando se ubicó en el 104, entre 113 países. El estudio, elaborado por World Justice Project (WJP), califica al país con un 0,38 sobre 1, y está por debajo de países como Nigeria, Bangladesh y Honduras.

Estos datos no han variado, por el contrario, se han incrementado y es una asignatura pendiente para el actual gobierno, no obstante que hubo algunos intentos por mejorar la justicia, entre otros la elección de las máximas autoridades de la justicia a través del voto, aumentar la cantidad de operadores de justicia (jueces 1.105 y 508 fiscales).

No obstante (aunque parezca paradójico), el presupuesto para la justicia del Tesoro General de la Nación es apenas del 0,49%, (por ejemplo, educación recibe el 11%), es algo inexplicable y en definitiva es un contrasentido, si de verdad se quiere cambiar la justicia.

Las antiguas estructuras se mantienen intactas y los recursos humanos también, para quienes la corrupción es moneda corriente, se ha naturalizado, porque igualmente se benefician de esos ingresos extras, por lo que nada hacen para cambiar, se dan modos para seguir lucrando de las desgracias ajenas.

Los diseños procesales “nuevos”, la oralidad, la inmediatez, la gratuidad o las fiscalías corporativas, han sido un “saludo a la bandera”, y no hay señales de cambio, no existen las mejoras anunciadas repetidamente, ni qué decir de la descomunal carga procesal, en materia penal existen 182.581 causas pendientes y para colmo se hace uso excesivo de la prisión preventiva (68,13%), un promedio de 7 de cada 10 personas se encuentran privados de libertad (Bolivia junto a Paraguay, Haití y Uruguay son los que más recurren a esta medida), la población penitenciaria asciende a 19.159, hay un hacinamiento carcelario en más del 330%, por cierto, las cárceles ya no dan abasto.

El Art. 115.II de la CPE señala que el Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia plural, pronta, oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones, convengamos que poco o nada de eso se cumple, por diversos motivos, por ejemplo, ya no estamos en un escenario donde la interpretación de la ley solo sea gramatical, es decir, una aplicación exacta de la ley, como planteaba Friedrich Karl von Savigni (gramatical, lógica, histórica y sistémica), esto ya no se da o es muy ínfimo. Antes el juez era la boca de la ley, solo era un aplicador de la norma (bastaba la subsunción), su aplicación era “a letra muerta”.

Toda interpretación, como dice Eduardo García Máynez, significa desentrañar un texto o una norma, por lo mismo, la interpretación tiene algo o mucho de subjetivo.

Si bien es cierto, que el derecho tiene que resolver problemas complejos, en algunos casos conforme a los principios de proporcionalidad, pero no por ello, las normas deben ser redactadas de manera compleja; como acertadamente señala Niklas Luhmann, deben ser comprensibles para todos.

En el país existe una mala costumbre de emitir leyes solo por cumplir, que adolecen de muchas “lagunas”, como la proyectada ley 1005 Código del Sistema Penal, que fue rechazada precisamente por ser poco clara.

Sin embargo, no solo es ese problema, es también la falta de independencia judicial (tal vez inevitable), ya lo decía alguna vez el viejo Carlos Marx, “el derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley”. En esa misma línea, para Hans Kelsen “el derecho es un instrumento de la política”, mientras para Norberto Bobbio “el derecho y el poder son dos caras de una misma moneda”. Mucho más contundente es Eugenio Zafaroni, para quien “cada sentencia es un acto político”. Como se podrá advertir, estas posiciones reflejan los intereses que se juegan o que tienen los gobernantes de turno respecto a la justicia.

En ese sentido, es difícil pensar que el ejecutivo no esté detrás de las acciones judiciales (o al menos de los casos más emblemáticos); como diría Ronald Dworkin, “el derecho, la moral y la política son parte de lo mismo y no se los puede separar”.

Lo cual significa en buen romance, que los operadores de justicia, guste o no, responden a lógica partidaria en función de gobierno, así sea lo dicho, una verdad de Perogrullo, pese a los buenos deseos que tenía Aristóteles, quien decía “se debe tener la prudencia como principio y en lo posible encontrar el justo medio”.

El autor es Politólogo-Abogado, docente UNIFRANZ.

 
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