I
Miguel A. Román
Mucho -tal vez demasiado- se ha debatido sobre si el idioma castellano es sexista en sus fundamentos, o si por el contrario la lengua hablada y escrita es un vehículo neutro que toma partido en la boca y pluma de quienes la emplean y que el hecho discriminatorio está en la mente de éste grabado a fuego por la educación recibida.
Asistimos entre sorprendidos, dubitativos y jocosos a alocuciones de políticos e incluso a la publicación de textos legales donde se intenta mostrar la composición plural de sexos en la sociedad a través de un mecanismo de machacona iteración en el género gramatical, cantinelas al ritmo monótono del “os-as”, logrando embarullar el mensaje y, en no pocas ocasiones, ofreciendo un contenido risible que peligrosamente puede agostar lo que en principio fuese una sana intención.
No es ésta -como algunos creen- una fórmula novedosa nacida al amparo de las recientes conquistas sociales de las féminas, sino un recurso frecuente en textos históricos y literarios que nos demuestran que siempre hubo quien conoció que la sociedad está formada por representantes de ambos sexos:
“acordamos de mandar salir á todos los dichos moros y moras destos nuestros reynos de Castilla y de León” (Decreto de expulsión de los moriscos, 1501)
“Por todas partes, en fin, á pesar del frío y de la nieve, muchos ciudadanos y ciudadanas, á pie y en coche.” (Juan Valera, Correspondencia, 1847-1857)…
Pese a ello, reconozcamos que realmente la concepción inicial del castellano parece tener un sentido masculinizante. Hay primero que advertir que dichos orígenes nos remontan al uso del latín, y que la mayor parte de las flexiones gramaticales en éste y otros aspectos se heredaron de aquella lengua. La rosa y el geranio se expresan en sus respectivos géneros porque así lo decidieron los hablantes de la lengua del Imperio sin que hoy tengamos muy claro qué criterios siguieron para otorgar género a lo que no tiene sexo. Otra cosa es que no hayamos sido capaces de corregir esta tendencia en mil-y-pico años de evolución romance (tampoco lo han hecho, que yo sepa, franceses, italianos, catalanes o galaicoportugueses). La asimilación de lo masculino a lo genérico o a lo indeterminado provoca conflictos no únicamente en el plano de lo “políticamente correcto” sino también, desde el punto de vista lingüístico, de ambigüedad e incluso de inexactitud (ambas situaciones tal vez las mayores patologías del lenguaje).
Habría que destacar la diferencia entre “genérico” e “indeterminado”. En el primer caso hablamos de un colectivo que bien puede estar integrado por individuos de ambos sexos: los españoles, los niños, los médicos, etc. e incluso encontrarnos con la “antidemocrática” circunstancia en que baste un único representante varón para masculinizar todo el conjunto.
Cuando quien redacta el estilo se enfrenta a este uso del masculino homogeneizante tal vez podría recurrir al estilo “político” y hablar de “los médicos y las médicas” (aunque no siempre la feminización sea posible o se admita en las normas gramaticales), al menos si su texto va dirigido a un público que pueda ser crítico con este aspecto. Pero también el hablante reacciona instintivamente de igual forma cuando desconoce el sexo de algún profesional, otorgándole por defecto el género masculino: “voy a ir al médico”, “necesito un abogado”, etc.
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