La espada en la palabra
Bolivia hoy necesita abrirse a los más alejados horizontes a los que pudiere alcanzar la más sutil de las miradas humanas. Necesita actuar, con sus hombres y mujeres, tanto fuera como dentro, con una alta dosis de pragmatismo. Porque debemos dejar atrás los resabios del sufrimiento, que son quizá un mayor impedimento para el desarrollo que el mismo cercenamiento de nuestro litoral. Parecería que nosotros, los bolivianos, perteneciéramos a una extraña raza de gentes que podría llamarse ‘el linaje de la amargura’. Porque amamos mirar hacia atrás, y ver en el pasado lo que podría ser hoy, pero que jamás podrá volver.
En lo político, necesitamos amalgamar un espíritu nuevo, cuya síntesis podría ser una extraña mezcla entre lo mejor de lo que fue el nacionalismo y lo mejor de lo que fue el liberalismo del Siglo XX, respectivamente. Debemos ser celosos de lo nuestro, del folclore y de lo vernáculo, sin cerrar las puertas a la ciencia y al arte extranjeros. El espíritu de la pedagogía de la misión Rouma, ésa que fue duramente combatida por Tamayo en su Pedagogía, debe renacer en el proyecto político que nos programemos como nación. Y debemos apuntalar y repensar nuevamente la nación y el concepto de lo que somos como sociología actuante en la región. Nuestros académicos deberían servirse de las ideas alemanas de Fichte para afirmar nuevamente la solidez que otrora afirmaron nuestros pensadores, en lo concerniente a la realidad física y tangible de una nacionalidad boliviana.
En lo diplomático -asunto dejado de lado por los políticos desde hace varios años debido a la emergencia de nuestros problemas intestinos- debemos encarar, primero, una reforma en la educación de nuestra Academia Diplomática, para que los diplomáticos y funcionarios del servicio exterior sean personas especializadas y capaces (porque un diplomático debe ser un tecnócrata), y segundo, un proyecto de ley para que los diplomáticos sean designados según un escalafón determinado por la conclusión de una carrera diplomática o en virtud de la notabilidad en sus trayectorias de vida.
Por último, es menester que nos despojemos de la melancolía de haber perdido el mar, porque es impostergable asunto el que pensemos cómo resolver el problema de nuestro comercio ultramarino y nuestras exportaciones. Y esto no quiere decir renunciamiento ni menos derrotismo frente a un asunto que, sentimentalmente, será eterno como política de Estado.
La economía del Siglo XXI, como es la de todos los países europeos socialistas desarrollados, deberá ser una economía de puntos medios, con las puertas abiertas a la inversión extranjera y la mirada atenta del Estado sobre ella, para que las riquezas generadas estén al alcance pleno de las clases desposeídas.
Sin embargo, quizá todas las ideas abordadas en estas líneas puedan ser sintetizadas en lo que representa, en su amplísimo sentido, la educación. Nuestra educación es hoy una educación renegada, resentida, que mira hacia atrás; está inflamando en nuestros niños un exacerbado chovinismo, muy nocivo para el conocimiento universal y del mundo. Despojarla de sus achaques de melancolía es una necesidad para poder formar técnicos que se sirvan de los instrumentos de occidente para poderlos usar luego en las comunidades rurales y para educar humanistas y políticos embebidos de las letras y las humanidades tanto de fuera como de dentro, para que sirvan a su pueblo en la formulación de políticas públicas que estén en armonía con el desarrollo moderno de los países avanzados.
En lo partidista, por último, debemos seguir la tendencia del mundo que se agita como una onda: la conformación de organizaciones ciudadanas, que debaten, interpelan, proponen y ejecutan (sin prescindir de las corporaciones). Porque a nuestro siglo, globalizado, intercomunicado, dinámico en todo sentido, le debe estar prohibida la ortodoxia.
En conclusión, necesitamos, hoy más que nunca, un shock de pragmatismo a la cabeza de personas nobles, visionarias y con grandes espíritus.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas.
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