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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Bolivia, aislada y sin diplomacia


En esta última década, todo lo que han sido la diplomacia, la política exterior y las relaciones internacionales bolivianas es lo que nunca debieran ser la diplomacia, la política exterior y las relaciones internacionales de ningún país que aspire al progreso. Lo digo por los resultados que ahora vemos de lo que tenemos por el trabajo del Ministerio de Relaciones Exteriores, y que debieran ser muy distintos si hubiésemos tenido una Cancillería eficiente y capaz.

No hablemos de números, ni del presupuesto del Ministerio, ni de la calidad de la educación con la que se forman nuestros diplomáticos en la Academia Diplomática, no toquemos especificidades cuantitativas ni cualitativas; hablemos más bien de asuntos generales que hacen a una buena conducción de las relaciones internacionales y la diplomacia de un Estado serio, y de la que ciertamente es menesteroso hoy nuestro país.

En primer lugar, la política exterior boliviana no es ineficiente, por el sencillo motivo de que es nula. No existe una. Carecemos de un norte al cual apuntemos la política del país fuera de sus fronteras. Quizá una de las razones haya sido el juicio que encaramos frente a Chile en La Haya. Pero ésa no hubiese sido razón suficiente -si hubiésemos tenido la suerte de tener un cuerpo internacionalista y diplomático respetable-, para dejar de lado toda preocupación en torno a la política exterior del Estado. Las decisiones en torno a lo que se hace y dice en el ámbito de las relaciones internacionales, eran y siguen siendo decididas en el día, sin el menor reparo en una doctrina u orientación teórica colegiada, y además son mezquinas, orientadas hacia el beneficio del partido de gobierno. Y es que en otros países, la política exterior es diseñada por un consejo multidisciplinario y hasta multipartidista, en el que intervienen ex cancilleres, académicos y notables, dejando de lado toda rencilla política y personal que pueda ser escollo para el progreso de su país.

La diplomacia de los pueblos es mera retórica, un discurso populista. No tiene objetivos claros que no sean los de la hermandad y la solidaridad mutua. Sabemos que en materia de relaciones internacionales, no existen amigos ni enemigos, ni intereses solidarios ni efusiones de altruismo. Existen intereses materiales, tanto es así que, incluso en la cooperación internacional, los entes donantes sacan mayor tajada que los sujetos receptores. Es un juego de intereses y poder, y ello no es malo. Malo es ver las cosas como se las está viendo desde nuestro Ministerio de Relaciones y por nuestros diplomáticos: sin la menor percepción de realismo político. Parecería que en los últimos años, todo el protagonismo protocolar y ejecutivo de nuestra diplomacia hubiese recaído en la figura mesiánica del presidente Morales. Esta circunstancia dio al ejercicio diplomático de Bolivia una característica cosmética y figurativa, sin poder negociador real en torno a los más altos intereses que el país tiene más allá de sus fronteras.

Las relaciones internacionales bolivianas, en el contexto de hoy y en el medio geopolítico que nuestro país goza, nunca fueron en verdad encaradas con sentido de aprovechamiento. Decía el notable diplomático Alberto Ostria Gutiérrez, que al estar el país en el corazón de Sudamérica, se debiera aprovechar la situación de ser conector de otros Estados. Y es que podríamos y deberíamos ser pivote, eje y articulador de una integración regional de largo alcance en sus objetivos para todos los Estados miembros.

Como advirtió el escritor y diplomático Walter Montenegro, los países económicamente pequeños como el nuestro, deben servirse de una diplomacia más sagaz y más capaz que la de los países fuertes, y dado que no pueden imponerse por su poderío político ni militar, deben aferrarse a la idea de un buen establecimiento de relaciones internacionales para desarrollarse y progresar. El aislamiento les está prohibido, so pena de seguir siendo los últimos en todo.

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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