Parte I
Bolivia está en los umbrales de un tiempo nuevo, nuevo en ideas y en personas. Parecía una utopía, pero no la es. Es simplemente la tendencia del mundo, la solicitud de una sociedad global y la demanda de una nueva época, y como toda demanda, una realidad en ciernes. No hablemos de gobierno de ciudadanos, ya que éste puede resultar un concepto muy restringido, valedero solamente para describir a los que llegaron democráticamente al poder; hablemos más bien de política de ciudadanos, que es una forma de vida amplísima y plural.
Pero bien; ¿qué es una política de ciudadanos? Es una forma de resolver las controversias sociales y de la cosa pública, teniendo a la ciudadanía como concepto y cuerpo de lucha, con sus propuestas e inquietudes (sin prescindir de las corporaciones que rigieron la política por varios años), y con una alta dosis de pragmatismo y oportunidad.
Dicho lo cual, ¿por qué las personas de este Siglo XXI deben apostar por una política de ciudadanos? Por el sencillo hecho de que, en el devenir histórico, muchos órdenes de la vida han llegado ya a una síntesis final, a un punto culminante de desarrollo; así, las telecomunicaciones han llegado a democratizar la información; la economía del justo medio, o la economía social de mercado, ha demostrado ser la clave para el funcionamiento de un mundo justo; el medioambiente, lacerado por el esmog y la deforestación, ha puesto en nuestra cabeza la consciencia de la responsabilidad del cuidado que debemos tener con él; el ocaso de la dialéctica de contrarios en la política (izquierda-derecha) ha puesto en evidencia la crisis de la filosofía de las confrontaciones, que hasta ayer había servido para explicar el movimiento político mundial; las revoluciones han llegado a ordenar las clases sociales y a eliminar los estratos; la psicología moderna llegó a demostrar que el fin del ser humano es altamente individualista, dejando de lado la quimera del altruismo que esgrimía el corporativismo. El maniqueísmo está de salida.
Finalmente, los últimos años de relativo pacifismo en el globo que, en estricto apego a la verdad, podría calificarse como una contenida vocación de sometimiento de los más poderosos hacia los débiles, nos dicen que por fin las fronteras y los límites entre los Estados no han de moverse, por lo menos no en un largo tiempo, porque han llegado a ordenarse de forma más o menos coherente. Todo este movimiento, a pesar de las injusticias y hambrunas aún latentes, dio paso a una suerte de democratización global de la sociedad. Desde un punto de vista dialéctico, y hablando con el gran Hegel, podríamos decir que la historia ha llegado a un fin, a un término, por lo menos de una gran era.
En conclusión, muchas corrientes históricas confluyeron de manera perfecta (¿cuándo la historia no es infalible?) y llegaron a ordenar e intercomunicar el mundo, para hacer de éste un lugar adecuado para una nueva forma de hacer política; una política, diríase, de paz, horizontalidad, descentralización y oportunidades.
La palabra ciudadano es, sin exagerar, una de las más bellas, desde que su significado político y jurídico entraña conceptos de justicia, igualdad, derechos y pluralidad en el más amplio sentido. Está por demás aclarar a los que la maldicen y a los que sin decirlo abiertamente la injurian o la demonizan, que este vocablo no es excluyente ni conservador, no es restringido ni exclusivista, sino todo lo contrario: es de lo más políticamente vanguardista e incluyente, dado que se origina en el seno mismo de las clases históricamente oprimidas y marginadas, y reivindica derechos inherentes a la cualidad humana; a nadie posterga, ninguno tiene primacía. Pocos conceptos políticos y jurídicos, entonces, son tan nobles como éste y más escasos son todavía los que exceden a la amplitud de este sustantivo.
El autor es jurista y escritor.
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