Mientras no existen señales del brazo que de un tajo haga saltar por los aires el nudo gordiano que ha dejado atada a la oposición sin posibilidades de victoria frente al oficialismo que ya se relame por “cinco añitos más” como ha dicho S.E., y para no aparecer como un caprichoso monotemático a quien no se le ocurre nada más sobre qué escribir que no sean las elecciones de octubre que las veo venir muy chuecas, hoy escribiré sobre muertos.
Hace ya muchos años, cuando todavía era un cuarentón, soñaba con algún amigo o familiar fallecido y entonces mi esposa y mi suegra me decían que tenía que rezarles una oración por su alma; que seguramente necesitaban de alguna plegaria para que Dios los acogiera con toda bondad en su seno. Si el sueño se repetía y aparecían los mismos personajes muertos, me decían mi mujer y mi suegra que debería pagar una misa por su alma, pero, que, además, no se trataba solo de pagar la misa, sino de asistir. Se complicaba el asunto.
Bueno, ahora me pasaría los días y las noches rezando y quedaría arruinado sufragando misas, porque todas las noches me sueño con amigos o parientes muertos, además de que dialogo y me entretengo mucho con ellos. Hay personas que no sueñan demasiado y otras que no sueñan nunca o que olvidan lo que soñaron. Yo recuerdo mis sueños y los comento con mi esposa, pero, como he dicho, todos o casi todos esos personajes que me acuden por las noches ya están en el otro mundo.
Para los antiguos politeístas los sueños tenían una enorme importancia porque los tomaban como mensajes, buenos o malos, que recibían de los dioses. En la Iliada y la Odisea, por ejemplo, los dioses y las diosas (ahora se aplica la cuestión de género), se hacían presentes en el sueño de los héroes para aconsejarles cómo actuar, para indicarles qué camino tomar, muchas veces con insidias, intrigas y terribles traiciones que desataban hasta guerras entre los mortales.
Me sueño con mis padres, con mis tíos y abuelos, con mis jefes cuando los tuve, y sobre todo con mis amigos muertos. Hoy casi todos los que me visitan mientras duermo están sepultados y es lógico que así sea a medida que transcurren los años, que me vuelvo más viejo, y que quienes eran mis mayores han desaparecido y los de mi edad se van yendo también.
En menos de un año, solo de mi comparsa carnavalera, se han marchado Marcelo Velarde Ortiz, Lucho Leigue Suárez, Juanito Abuawad, Carmelo Caballero, Carlitos Romero Dávalos, octogenarios y nonagenarios, es verdad, pero con quienes compartí mucho, los quise de verdad, y recibí de ellos una amistad a toda prueba. Son los amigos que se marchan, pero que con el paso del tiempo regresan a través del sueño a conversar conmigo, a reírse, y a veces también a quejarse. Claro, mentiría si digo que los sueños son diáfanos, si las charlas son coherentes, mas lo que interesa es que no se han ido del todo, que uno los vuelve a ver y los vuelve a sentir.
Ni para qué hablar de mis amigos paceños, decenas que han partido sin que pudiera ni siquiera despedirme de ellos y que fueron parte importante de mi vida joven y adulta, durante los largos años en que viví en esa linda y generosa ciudad. Y mis jefes en la Cancillería, que me enseñaron desde escribir una nota sencilla hasta a comportarme pasablemente. Y de mis entrañables colegas, con los que sufríamos las de Caín con nuestros bajos sueldos y temblábamos, cuando estábamos en el exterior, por cada cambio de gobierno. Creo que con esos amigos nos unió la sensación de angustia, de temor, hecha solidaridad, y por eso sus visitas nocturnas no me extrañan y me agradan. Y me gustan porque habiendo pasado malos momentos los buenos fueron infinitamente superiores, inolvidables.
Me provoca un sentimiento de paz recordar a mis amigos muertos, porque vivir lo que vivimos hoy, en estas vísperas electorales, llenas de dudas, insultos, ambiciones locas, falta de consecuencia, brújulas extraviadas, mueve al malestar y la preocupación.
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