El tiempo es la “presencia” que está siempre presente. No hay un “ahora” sin un antes y un después. El tiempo define a unas generaciones en relación con otras. El hombre tiene una vida orgánica y otra vital. Las sociedades se dividen en niveles de edad: los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos, con duración de algunos años y una forma de vida particular.
Las sociedades humanas no permanecen iguales a sí mismas, sino que cambian en el devenir del tiempo, si contemplamos a un grupo con diez años de intervalo, éste ha cambiado; los jóvenes se han hecho maduros y se encuentran en la plenitud de la vida. Los maduros se han hecho viejos. Los primeros tendrán una idea diferente de los hechos. En ese mismo grupo, muchos habrán muerto, pero el nacimiento incorpora nuevos miembros. Este es el enfoque sociológico, ajustado a la evolución natural humana.
Más allá se encuentra otra perspectiva de las generaciones, conforme a sus peculiaridades de vida orgánica en los diferentes ciclos de vida. La sociedad se divide, pues, en grupos diversos por razón de tiempo. La niñez y la juventud conjuntas abarcan 30 años. Es el estrato esencialmente pasivo y en el que el joven se percata del mundo de su alrededor.
La segunda edad, de los 30 a los 60 años es la “etapa ejecutiva” como la llama Paulino Garagorri, seguidor de la línea de pensamiento de Ortega y Gasset. En síntesis, es la vida creadora y productiva del hombre. En adelante ha de sobrevenir la ancianidad o edad de supervivencia. El valor de la experiencia juega un rol que puede ser significativo en la “tercera edad”, en lo privado y en lo público, aunque la mirada de los ancianos está anclada en el pasado, ausente de espíritu innovador.
Los años de “influencia histórica” (no debe entenderse necesariamente política), transcurren de los 30 a los 45 años y comprenden dos partes de actuación distinta y hasta contradictoria. El individuo adquiere conciencia definitiva de quién es y de sus posibilidades. Está seguro de los nuevos modos de vida que su generación ha introducido, quedando marcada la “edad vital” de los coetáneos. Es al mismo tiempo el momento polémico de la vida, cuestionador del predominio adquirido de los que corren de los 45 a los 60 años. Se desata la pugna de los que tratan de construir su propio mundo y de los que se empeñan en mantener y defender el mundo que han construido. Los coincidentes alrededor de los 15 primeros años de esta etapa “vital” y de común mentalidad, tipifican la “generación histórica”. En su tramo vital y constructivo esta generación incluye una “minoría rectora” y una masa a la que impulsa y conduce.
Cada quindenio no es un dígito “mágico” o “pitagórico” dice nuestro autor con talante modesto, es más bien producto de su observación personal, pero cuajada de realidades. La sucesión de generaciones no responde a un sistema programado o retícula concreta, sino que alternan altibajos. Lo que puede llamarse un “hoy” significativo para un grupo en su transcurrir “vital”, para otros puede tener un alcance distinto o contrario.
Con este antecedente surge la crítica a los políticos del país en su afán poco sincero de ponderación a la juventud -quizá excesivo- creyendo enriquecer sus planchas electorales. La juventud es una promesa en perspectiva, pero necesariamente nebulosa o aleatoria. La juventud es un valor, pero tampoco es una cualidad eximia per se. En las expresiones del vulgo común también se deja percibir la misma preferencia, pero bien interpretada, ha de referirse a la necesidad de un cambio.
Acabamos de ver que la madurez realizadora y constructiva tiene su expresión en el período de los 30 a los 45 años. Éste con más o menos variación es el parámetro óptimo de concreción positiva y lo es también para la política. Como andamos de tumbo en tumbo, hay partidos como el MAS que se jactan de haber incluido como candidatos a adolescentes de 18 años. Actitud tan demagógica como irresponsable. No en vano -entre otros sainetes- nos han obsequiado a una joven de 28 años nada menos que como presidenta del Senado, vocablo desinente de senex (viejo). Es que la Cámara Alta debe ser por naturaleza cauta y reflexiva en sus decisiones, frente a la fogosidad, impulso y hasta precipitación con la que actúan los diputados, ensayando sus iniciales inquietudes políticas y representativas.
El autor es jurista y escritor.
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