Son muchos años, pero la historia está para enseñarnos o recordarnos a través de los documentos escritos en el pasado y conservados en los archivos, entre otras cosas, los eventos que se sucedieron en una época determinada y el resultado que los mismos tuvieron en la conformación de nuestros pueblos, si nos circunscribimos a la América hispana esencialmente.
Nuestra historia republicana se ha caracterizado por la sinuosidad de su curso, desde el mismo día de su fundación, porque más allá del triunfo después de 16 años de cruenta guerra, mentes perversas ya formaron parte de la Asamblea Deliberante, confabulando contra los padres de la patria, título que pese a quien pese, descansa en el Libertador Simón Bolívar y en el íntegro Mariscal de Ayacucho. Fue precisamente el Libertador, que parecía tener una intuición extraordinaria para adelantarse a los hechos que inmediatamente declarada la independencia de Bolivia se produjeron, el blanco de la perfidia encarnada en Casimiro Olañeta, especialmente, aunque éste no era más que una punta de lanza de lo que las generaciones posteriores iban a ser causantes; es decir, de la pesadumbre prematura del egregio epónimo ante la ingratitud, en distintas épocas de la existencia de Bolivia y aun antes, con que fue pagado.
“Nada es tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo en un mismo ciudadano el poder. El pueblo se acostumbra a obedecerle, y él se acostumbra a mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”. Profética sentencia que este año cumple 200 de su declaración ante el Congreso de Angostura. Faltaban aún seis años de batallas y guerrillas en lo que entonces todavía era la Real Audiencia de Charcas, para que la nueva república Bolívar se deshiciese de la corona española que por siglos nos sometiera a un estado muy parecido a la esclavitud. Pero el hombre de Caracas, visionario en la más pura interpretación semántica, sabía que la Gran Colombia que soñaba y que nunca vio, que nadie la vio, iba a ser escenario de disputas y ambiciones personales de líderes, de militares y aún de civiles que la negra historia dejó constancia, no solamente en los territorios de Cundinamarca, Quito y Venezuela; pues la mirada del joven General, le permitió avizorar días difíciles aun para su futura hija predilecta.
No puede dejar de llamar la atención, no solo por la brillantez de su pluma, por la finura de su oratoria, que contrastaba con su espartano porte de guerrero, el concepto que ya tenía de la “ciudadanía” al advertir al Congreso, el peligro que se cernía sobre los pueblos que permitiesen que un ciudadano tome el poder y se apropie de él por tiempo prolongado.
Bolívar ya tenía claro en su mente y en su temple de estadista, que el gobierno debe recaer no en una casta, sino en ciudadanos, pero por periodos prudenciales, no obstante el carácter absolutista de la primera Constitución boliviana de 1826 de su autoría a insistencia de la Asamblea General de Representantes del Alto Perú que exigía una Carta que fuera hija de sus luces, de su experiencia y amor por la libertad y que el insigne militar, en un acto de honestidad, dijo estar persuadido de su incapacidad para redactarla.
Precisamente por ello, tuvo una vigencia efímera; y de todos modos, el hombre de la libertad estaba invadido de espíritu democrático, no en vano en una arenga como la de ese 15 de febrero de 1819, la espada fulgurante y victoriosa de América previno que la usurpación y la tiranía, son derivaciones de un prolongado gobierno en la misma persona.
El comportamiento humano puede ser impredecible, por eso el estudio de la historia, de la que comprobamos innúmeras dictaduras, debe ser instrumento eficaz de información, y de ese modo los bolivianos asumamos conciencia de que queremos un país libre de autoritarismo, libre de todo poder omnímodo, libre de todo mando que no emane de la ley y que no esté sustentado en el más grande valor de un Estado: la democracia.
El autor es jurista y escritor.
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