El más insignificante microorganismo y aun las repulsivas moscas, juegan papel importante en el ecosistema. Y para nadie es desconocido que los ratones son vectores de enfermedades mortales, y de todas maneras, tanto como otros roedores, representan piezas insustituibles en el equilibrio de la ecología. Los vertebrados de mayor tamaño, los reptiles y en general todos los seres vivos cuyo hábitat natural se halla en la transición entre la Amazonia y el Chaco, que conocemos como la Chiquitania, son la garantía de vida que se extiende al reino vegetal, quien le devuelve favores para que ambos se sostengan en la naturaleza, y juntos hagan trabajo para el hombre, cuya ingratitud nos hace pensar seriamente en que tendríamos que tener, más bien, un comportamiento animal.
También hay que pensar que quienes administran la cosa pública, sufren de cortedad intelectual, porque cuando se ha sufrido la pérdida del ecosistema en extensiones veinte veces superiores a Andorra o que cuadruplican la de Luxemburgo y no se hace mucho para detener la voracidad de las llamas, algo anda mal. A esa limitación, hay que añadir una indisimulada hipocresía, que sumadas están poniendo en serio riesgo a las generaciones venideras.
Decimos que no se hace mucho, a pesar del circo que se ha montado, para metérnoslo por los oídos y por los ojos, posando para la foto o expresando posturas que ofenden la inteligencia del pueblo, complaciendo al adversario ideológico que se presta a elogiar al gobierno únicamente por intereses económicos a costa del desangramiento de los pulmones de Bolivia. “No matemos la gallina de los huevos de oro”, debe ser una de las expresiones más inoportunas que hayamos escuchado en los últimos tiempos, hablando de las ganancias inmorales que Fegasacruz obtiene a costa de la depredación canalla de nuestros suelos, y con ella, el fin de millones de vidas y especies vegetales que nos están enrumbando al desastre. Las políticas extractivistas, la ampliación de la frontera agrícola y la permisividad con que el gobierno ha dotado tierras en los últimos años a esa casta inventada por el proceso y que tuvo a mal denominarla “interculturales”, han ocasionado un incendio que está devorando las entrañas mismas de nuestros suelos, enrareciendo nuestros aires y empeñando el futuro de nuestros nietos.
La negativa de declarar desastre nacional, solo porque no hay pérdida de vidas humanas, o por el baladí argumento de que podemos controlar con nuestros recursos el desastre que se ha ocasionado, no mimetiza el cálculo político, que es la única razón para no permitir la asignación de recursos de emergencia, así como la ayuda extranjera que en opinión del círculo áulico del Presidente no solo es innecesaria; caemos además, en la ridiculez en medio de la hecatombe, de ofrecer “nuestros recursos técnicos” al Brasil en el episodio similar que, por parecidas razones, también sufre el Amazonas.
Han entendido que la cadena alimenticia en cuya cima están los jaguares que hoy están rondando las plazas de algún centro urbano para cazar alguna presa, equivale a un holocausto animal. No se puede decir que aún estamos a tiempo, pero la aplicación de la ley 602, se hace impostergable para que el daño no sea mayor.
El gobierno está incurriendo en desaciertos que posiblemente no los pague en las próximas elecciones, porque a eso apunta la negativa a la abrogatoria del DS 3.973, pero que inexorablemente purgará a través de la historia. Se ha interrumpido bruscamente los zumbidos y los ululatos, los chirridos y los rugidos que se escuchaba en esa especie de paraíso para dar paso a la aviesa inclinación de quienes solo piensan en enriquecerse y prolongarse en el poder. Quizá una paraba que parlotee en el jacarandá de un impecable jardín de Las Palmas, o un hornero que mendigue un poco de barro en el cementado alféizar de un confortable despacho citadino, aperciban a los magnates de la agroindustria o a los gobernantes, del ultraje ambiental que han provocado.
El autor es jurista y escritor.
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