Chihayafuru se inscribe en las clásicas tramas deportivas del anime en las que se promueve el esfuerzo, el trabajo en equipo y la perseverancia, pero además es una excusa para hablar de literatura y de estética.
Para la mayoría de sus personajes, que son miembros del club escolar de karuta, el juego gira exclusivamente en torno a la velocidad para identificar los primeros sonidos del poema leído, sin importar qué dice. En ese contexto entra al club una chica enamorada de la tradición. A través de ella, sus compañeros sentirán por primera vez la belleza de estos poemas, y el deporte alcanzará una dimensión inesperada.
Las estaciones, los largos cabellos de una mujer deseada, la efímera plenitud de las flores. Hay algo del corazón, del kokoro, de Japón en estos símbolos. Nos preguntábamos al comienzo si todo Japón vibra con la naturaleza, o si era parte de un mito. Si fue así, y si sigue siendo así.
Estuve en Kioto, hace unos años. Pasé la primavera en la antigua capital, en la estación de los cerezos. Los árboles plenos de rosa, el rosa mecido por el viento ante la menor brisa, el piso cubierto del rosa de los cerezos. Una tarde, un sarariman, como dicen ellos (un oficinista, para nosotros), nos sobrepasó con su bicicleta, a Mariana y a mí, y se detuvo al pie de un cerezo enorme. Fue fácil saber que estaba en su horario de almuerzo, que venía de la oficina y que pronto volvería a la oficina. Lo delataban el traje negro slim fit, la corbata estilizada.
Entonces, bien cerca de nosotros, bajó un pie de la bici y sacó el teléfono. Sin desmontarse del todo, lo vimos estirar el brazo, apuntar y sacarle una foto a una flor de cerezo. Después siguió viaje con ese tesoro en su bolsillo. A mí me basta con ese recuerdo para dejar de hacerme tantas preguntas.
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