Hasta hace pocas semanas la curiosa expresión que da título a la presente nota, era absolutamente desconocida para el autor de ella. Hace pocos días también, recogí el clamor general para una declaratoria de desastre nacional -cuando el siniestro todavía no había alcanzado los niveles de tragedia que hoy lamentamos en la Chiquitania- y que finalmente no se dio. Los intereses políticos y económicos de clase, tristemente, pesan más que los 2,5 millones de hectáreas devastadas.
Hacía finales del mes anterior, la desolación ya era tristísima, pero sobre todo las pérdidas ya eran irreparables en el entendido de que la reposición de flora y fauna desaparecidas, tendrá una demora de uno a dos siglos, según los pronósticos más optimistas de quienes saben de la materia, no obstante la minimización de nuestro primer mandatario, quien manifestó que las pequeñas familias tienen que chaquear para vivir.
Y a pesar de que el régimen de turno echa mano a toda clase de argumentos para justificar la calamidad, según sea el dignatario o parlamentario que salga al paso, una cosa debe quedar en claro: el fuego tuvo un inicio provocado por manos humanas, confiadas en las permisiones legales que la terquedad política del gobierno populista no permite revertir. Tal parece que, a estas alturas, la soberbia solamente está esperando que el fuego consuma todo lo que encuentre a su paso y el final de las llamas se produzca cuando no halle ningún combustible que las prolongue.
Entonces, el inicio del fuego no se lo puede atribuir a un hecho natural, que es otro de los argumentos esgrimidos por los desinformados dignatarios de Estado, porque nada en que participe la mano (criminal del hombre) es un hecho natural. Lo que sí es natural y no por ello benéfico, es la calidad del fuego que devora la riqueza vegetal y millones de vidas del reino animal. Para nosotros es nuevo, y es imperativo que lo sepamos: una comisión de expertos del exterior del país ha determinado que el fuego que azota parte del oriente, por sus características sin precedentes en el país, se inscribe en lo que se ha venido a denominar como incendio de sexta generación; es decir que la devastación que a su paso está provocando obedece a que la velocidad que alcanza es de, por lo menos, 4.000 hectáreas por hora, porque el material de combustión es tan denso, que el fuego que lo quema, modifica las condiciones meteorológicas, cuando, por razonamiento básico, y ya vemos que equivocado, creímos que fuera al revés, es decir que los vientos precedían a las llamas.
En consecuencia el incendio toma control de las fuerzas meteorológicas, capaz –según los expertos- de arrasar, como efectivamente viene ocurriendo en nuestro territorio, miles de hectáreas por día, quemando con una intensidad de 100.000 kilovatios por metro.
Ahora, es innegable que el cambio climático ha contribuido, decisivamente, a que un elemento como el fuego convierta incendios forestales en verdaderas tormentas, liberando grandes cantidades de energía y generando –siempre según estudios sobre el tema- nubes convectivas a capas altas de la atmósfera, que hacen sumamente difícil -no obstante la tecnología de países que están cooperando- la sofocación, como efectivamente está ocurriendo.
Pero son esos, precisamente, los motivos por los que el gobierno debió tomar medidas de prevención, en lugar de fomentar la depredación, y entender que anteponer el cultivo de yuca o maíz a la preservación del ecosistema, es una visión medieval del desarrollo, que no puede someterse a las respuestas furibundas de la naturaleza cuando se la agrede. Los recientes compromisos adquiridos para la venta de carne vacuna a China, la desesperación por la producción en grandes cantidades de oleaginosas para su conversión en biocarburantes y la siembra de coca, son las causas verdaderas e irresponsables que han derivado en una subversión del orden de los fenómenos naturales que están acabando con nuestros bosques orientales.
El autor es jurista y escritor.
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