Raros son los políticos, iluminados, competentes, comprometidos y, posiblemente, enviados, para conciliar y aunar voluntades, en la búsqueda de un futuro prometedor, en unidad nacional, sin apartarse del ritmo que marca la comunidad internacional.
Ellos, en todo caso, estarían entre los seres extraordinarios. Pero habría que buscarlos con lupa. Trabajo arduo, desde luego.
Pero la mayoría que se ha dedicado a esta actividad, un tanto ingrata, no está a la altura de aquéllos, con posibilidades de cambiar el rumbo de la historia, por el bien común. Con capacidad de promover el entusiasmo ciudadano, a fin de construir una nueva sociedad, con renovadas proyecciones hacia el futuro. Con vocación de servicio a la Patria y no al bolsillo.
De ahí que esos políticos, entre comillas, que proliferan hoy como ayer por doquier, no se salvan de los cuestionamientos de la población. Es que, desde 1825 a nuestros días, el país ha caminado de tumbo en tumbo, por culpa de ellos. No pudieron sacarnos del atraso que aún arrastramos, para vergüenza de las nuevas generaciones. No pudieron devolvernos la esperanza ni ofrecernos la ilusión de un nuevo amanecer.
Muchos de ellos pasaron a mejor vida sin pena ni gloria. Según la historia éstos medraron, en todo tiempo, del erario nacional, lo hicieron legal o ilegalmente, con o sin vergüenza, en dictadura o democracia, para el colmo de males. Prueba de ello es que salieron de la pobreza de la noche a la mañana, con bienes e inmuebles en el interior y exterior de nuestras fronteras.
Con fundada razón los estigmatizaron como politicastros, vividores y demagogos. Jamás, salvo algunas excepciones, hicieron buena letra. La postergación del país es obra de éstos. Ellos hicieron de la política un modo de vida. Y sus descendientes también se frotan las manos para emprender esa actividad o el arte de engatusar al incauto electorado.
Oportunistas, calculadores y prebendalistas, que, en determinados momentos, en el Poder, se incomodaron con las libertades ciudadanas, con la libertad de prensa y de opinión. No les gustaba escuchar críticas ni observaciones sino elogios, encomios y lisonjas. Todo lo que hicieron, según ellos, fue la maravilla del mundo.
Jamás dijeron la verdad, siempre tergiversaron la realidad; minimizaron los hechos o prefirieron callar. Y lo que les convenía, lo magnificaban.
En suma: Bolivia siempre ha languidecido en manos de éstos.
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