Carolina Vásquez Araya
Más allá del pavimento, lejos de las luces y los grandes edificios, también existe nación.
La imagen muestra una escuelita rural perdida entre aldeas y caseríos, plantíos de maíz y laderas deforestadas, en donde la niñez recibe clases en medio del lodo (cuando llueve) o del intenso calor irradiado por la lámina que medio los cubre (cuando hay sol). Los materiales escolares disponibles para sus alumnos se reducen a lo mínimo, porque la pobreza no ofrece mucho más que un remedo de establecimiento educativo con tablas y bloques de cemento para apoyar los cuadernos, en donde a pesar de las carencias los niños se esfuerzan heroicamente por aprender los rudimentos de una enseñanza insuficiente.
La experiencia de millones de nuevos habitantes de nuestro continente suele estar marcada por el hambre y la indiferencia endémica de sus gobernantes, cuyo desempeño está condicionado por los grandes capitales. El marco de referencia para estos mandatarios encumbrados gracias a sistemas clientelares y corruptos se encuentra definido por los intereses de una clase empresarial inclemente y voraz, cuya visión de la infancia es la de un contingente de futuros nuevos trabajadores sometidos a explotación y sin recursos para tener acceso a una vida digna. Los pobres son pobres porque así les tocó, dicen algunos. Es la voluntad de Dios, dicen otros. Y lo predican en los templos para acallar pensamientos rebeldes, potencialmente peligrosos.
Las condiciones de vulnerabilidad de la niñez son, entonces, algunas de las tácticas más productivas para blindar el sistema neoliberal diseñado ad hoc para los países subdesarrollados y proteger así la continuidad de los círculos de poder económico y político. Privar a las nuevas generaciones de acceso a la salud, a la alimentación y a la educación responde a planes bien estructurados de control social, tal como sucede con la invasión de doctrinas supuestamente religiosas cuyo papel fue cuidadosamente diseñado por la CIA en los albores de la Guerra Fría para aplastar, biblia en mano, toda amenaza de subversión.
Sin embargo, así como resulta conveniente abortar en su germen toda posibilidad de desarrollo intelectual y social de este enorme segmento poblacional conformado por niñas, niños y jóvenes, también es un arma de doble filo en países cuyos sistemas productivos jamás podrán trascender el marco agroexportador por falta de un recurso humano tecnológico, creativo, emprendedor y capaz de hacer ese salto indispensable hacia una economía del tamaño del siglo actual. El desafío planteado, entonces, es transformar el modelo desde sus raíces y rescatar las riquezas naturales, pero también el timón del desarrollo; y desempolvar los conceptos arcaicos coloniales para convertir a estos países-finca en auténticas naciones.
Uno de los motores esenciales para generar estabilidad social y construir nación es la distribución equitativa de la riqueza. Pero no solo hacia los centros urbanos –como suele plantearse desde los centros políticos- sino poner atención de manera muy puntual en aquellas áreas en donde nunca alumbra el sol del presupuesto de inversión pública. El potencial humano ignorado existente en áreas rurales marginales, en donde ni siquiera hay presencia de Estado –mucho menos de justicia- guarda en su interior un gran reservorio de talentos cuya participación activa podría transformar la realidad actual. Abrir caminos de progreso para la niñez y la juventud de esas regiones no es, por lo tanto, un acto de caridad, sino uno de la más elemental justicia.
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