I
Antonio Pulido
Si el trabajo es una maldición bíblica (te ganarás el pan con el sudor de tu frente), los más ilusos pueden esperar que los avances tecnológicos puedan acabar con ella o debilitarla hasta límites insospechados. Si, por el contrario, consideramos que el trabajo es nuestra forma de supervivencia personal y social, su eliminación, en un mundo progresivamente automatizado, es la hecatombe que anuncian los más agoreros.
Hace ya más de 20 años que un economista norteamericano, Jeremy Rifkin, publicó su libro “El fin del trabajo” que llevaba como subtítulo, en la edición inglesa, “El declive de la fuerza del trabajo global y el inicio de la era post- mercado” y, en la española, “Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era”. Su principal conclusión era que las innovaciones tecnológicas y las fuerzas del mercado nos estaban llevando, ya hacía dos décadas, al borde de un mundo carente de trabajo para todos.
Para Rifkin (y otros muchos analistas) parecía bastante admisible que las nuevas tecnologías terminarían dejando un saldo negativo entre el número de puestos que crean y destruyen. Después de todo, la innovación tecnológica había permitido, a lo largo de la historia, vivir a la humanidad con menos cantidad de trabajo: millones de recién llegados al mundo laboral se encuentran sin posibilidades trabajo, muchos de ellos víctimas de la revolución tecnológica que está sustituyendo, a pasos agigantados, a los seres humanos por máquinas ... Después de años de previsiones optimistas y de falsas expectativas, las nuevas tecnologías en los campos de los ordenadores y de las telecomunicaciones están, finalmente, produciendo los impactos largamente anunciados... La completa sustitución de los trabajadores por máquinas deberá llevar a replantearse el papel de los seres humanos en los procesos y en el entorno social... al borde de un mundo carente de trabajo para todos.
Partir de una prospectiva de rápida caída tendencial en la cantidad de trabajo necesaria para el crecimiento económico de los países, abre posibilidades ilusionantes de alternativas de la actividad humana, junto con retos preocupantes sobre cómo distribuir y financiar a trabajadores potencialmente activos y excedentes. Rifkin ya aporta, hace más de dos décadas, algunas ideas, aunque sin concretar su aplicación práctica.
La principal sugerencia es “utilizar la capacidad de trabajo y el talento de hombres y mujeres que ya no resultan necesarios en los servicios y en los puestos públicos, para crear un capital social en los barrios y las comunidades”. El nudo gordiano es la financiación de quienes no trabajen en actividades directamente “productivas” o incluso no participen en esas actividades sociales. La propuesta, inconcreta, de Rifkin: “establecer un impuesto sobre la riqueza generada por la economía de la nueva era de la información y reconducirlo... hacia la creación de nuevos puestos de trabajo y la reconstrucción social”. En términos más actuales: ¿impuestos a los robots?, ¿renta básica universal?
En cualquier caso, lo primero sería cuantificar el orden de magnitud de esa destrucción potencial de empleo. Hasta hace poco más de una década, las perspectivas parecían apuntar a un impacto tan elevado como para dejar sin empleo a una proporción de trabajadores que podría llegar a suponer hasta la mitad de los existentes en un plazo de unos 20 años. Según una referencia muy comentada de 2013 de dos profesores de la universidad de Oxford, Frey y Osborne, el 47% de los empleos de EEUU estarían en alto riesgo, por la automatización, hacia mediado de la década de los 2030.
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