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I

Una reflexión sobre la calidad de la educación

Luis Armando González

Entre otras bondades de la democracia, destaca una en particular: la posibilidad de someter a discusión prácticamente todo o, dicho de otro modo, de someter cualquier tema al escrutinio de la crítica ciudadana. En esta línea, las concepciones educativas heredadas -o las vigentes- no deben tomarse como verdades acabadas, sino como propuestas sujetas a revisión, mejora o incluso reemplazo por otras. Son muchos los temas a debatir en materia educativa, pero uno que es ineludible es el de la calidad educativa, del cual se dicen muchas cosas pero, por lo general, no queda claro de qué se trata cuando se habla de ello.

De todos modos, algo evidente es que una responsabilidad ineludible y fundamental de nuestro sistema educativo es elevar la calidad de la educación. ¿Calidad de la educación? ¿Qué significa eso? Lo primero que hay que decir que no hay una definición fija y eterna de lo que sea la calidad de la educación. Es evidente que en la antigüedad greco-romana se tenía una noción de la calidad educativa -aunque no se la llamara así- distinta a la que se tiene en la actualidad. Y lo mismo cabe decir de la Edad Media, del Renacimiento, del capitalismo del Siglo XIX o del capitalismo del Siglo XX. En estas distintas épocas lo que se ha valorado como “buena educación” es distinto.

Al consultar el Diccionario de ciencias de la educación (Santillana, 1996) no se encuentra la voz “Calidad de la educación”, sino la voz “Calidad de la enseñanza”, de la cual se dice lo siguiente: “la calidad de la enseñanza, como resultado, consta de etapas y aspectos cuantitativos. En relación con éstos últimos adquieren especial importancia: a) la creación de puestos escolares para conseguir una escolarización total, y b) mejoras en las condiciones materiales de los mismos. Superada esta etapa previa, las demandas de educación se dirigen a una exigencia de niveles formativos e instructivos más altos, en consonancia con la evolución social, política, cultural y económica de la comunidad. Es la fase cualitativa de la enseñanza que exige que sean mejoradas las condiciones de todo orden en las que se desarrolla el proceso educativo” (Ibíd., p. 211).

Esta visión de la calidad de la enseñanza -discutible como cualquier otra- tiene la virtud de enfatizar, como característico de ella, los “niveles formativos e instructivos más altos”, lo cual se debe corresponder con el contexto y condiciones de cada sociedad. No es irrazonable, en los tiempos actuales, asociar calidad de la educación con unos niveles más elevados en los dominios del conocimiento científico y el pensamiento crítico, así como de las prácticas y modos de ser relacionados con ellos.

También lo anterior guarda coherencia con quienes, ante la pregunta por la calidad educativa, responden que la misma se mide por la mejora en los aprendizajes de los alumnos, así como por la pertinencia de esos aprendizajes. Cuando se escucha esto, el tema de la calidad de la educación cobra sentido, pues se pone en el centro de la discusión dos dinámicas esenciales para aquélla: los saberes que la sostienen y los haceres que favorecen el dominio, cultivo y producción y reproducción de esos saberes.

Los saberes que hoy apuntalan la calidad de la educación son, por un lado, las disciplinas científicas (lógico-matemáticas, naturales y sociales); y, por otro, el pensamiento crítico (filosófico, ético, literario y teológico). Se podrá discutir hasta la saciedad si los conocimientos científicos y filosóficos (y teológicos) deben ser el eje central de la educación, pero lo que está fuera de discusión es que si lo que se busca es la calidad educativa, difícilmente se avanzará en ella fuera y al margen de esos campos cognoscitivos.

 
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