Marcelo Miranda Loayza
Thomas Hobbes, con una visión negativa y pesimista del ser humano, escribía en su obra célebre, el “Leviatán” (1651): “el hombre es el lobo del hombre”, el cual preso de sus miserias era capaz de realizar las más tremendas atrocidades. Pese a ello, el ser humano tenía todavía una esperanza, el contrato social. Es decir, dar al Estado un poder absoluto y centralizado, el cual lleve a la sociedad a vivir de manera ordenada y, por así decirlo, civilizada.
Los regímenes totalitarios y centralizados ven en la concepción de Estado de Hobbes el camino a seguir, ser ese “ente” regulador y paternalista que, en su magnificencia, vele por sus ciudadanos, los cuales por sí mismos no podrían valerse de manera pacífica y civilizada.
El Estado termina delimitando y condicionando la libertad a un tipo de comportamiento específico, es de esta manera que los estados centralizados alcanzan tópicos de absolutistas, se controla todo para supuestamente alcanzar un bien común, delimitando así la libertad individual.
El llamado pacto social encuentra en la democracia representativa la base jurídica para la cesión de derechos individuales a favor del Estado. Es mediante el voto que las sociedades eligen a sus representantes. El sistema democrático representativo ha generado, gracias a los movimientos populistas, una especie de totalitarismo caudillista. El voto “masivo” e irreflexivo construye el cimiento perfecto para un régimen legítimo, pero a la vez totalitario, donde el famoso contrato social de Hobbes termina reduciendo en gran medida la libertad individual. La “masa votante”, ideologizada y manipulada, se ve reflejada a la perfección en el llamado “voto duro”, donde la consigna vale más que el uso de la razón y el derecho al voto se convierte en una simple slogan, la democracia por ende comienza a ceder espacios de libertad en aras del “bien común”. Como resultado, se va suprimiendo derechos personales y libertades civiles, como el beneficio de la propiedad privada, la libre elección en la educación de los hijos, la libre contratación, el libre mercado, etc., la democracia se vuelve servil al caudillismo y al totalitarismo.
La libertad para los regímenes totalitarios no resulta compatible con un Estado controlador; el contrato social amolda la libertad a una visión estatal comunitaria, cegada por las promesas (siempre incumplidas) de todo para todos. El contrato social siempre será un espejismo de equidad y justicia, ya que ambas situaciones requieren como “conditio sine qua non” la libertad individual. La imposición del bien común termina por expresarse en una obligatoriedad de comportamiento, que al final desemboca en violencia, desigualdad y pobreza, es decir que el mal al que supuestamente se tenía que derrocar termina imponiéndose gracias a la “buena voluntad” del Estado regente y controlador, al cual no le queda más que utilizar toda su fuerza coercitiva y coactiva para amoldar al ciudadano a un tipo de comportamiento homogéneo.
La libertad individual debe estar por encima de un “contrato social” que por siglos ha demostrado una y otra vez su ineficacia para construir sociedades justas y equilibradas, de lo contrario el “Leviatán” seguirá devorando pueblos enteros bajo el espejismo del “bien común”.
El autor es Teólogo y Bloguero.
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