A más de 39 años del golpe de Estado protagonizado por el extinto Gral. Luis García Mesa, deviene a la mente episodios amargos que marcaron profusamente el porvenir de varias generaciones, pero que aún podemos rememorar trágicas circunstancias de aquellas páginas negras de la historia de Bolivia.
El 17 de julio de 1980, el mítico Palacio Quemado sería ocupado por las fuerzas armadas con el objetivo de acortar el mandato de la presidente Lidia Gueiler Tejada que, a la postre, se convertiría en la primera y única mujer que ha presidido el país. El golpe de estado orquestado por su primo, el general Luis García Meza, no solo la derrocaría del cargo, sino que también la obligaría a vivir en el exilio. El despliegue masivo de militares y paramilitares denominados “Novios de la Muerte”, además de consolidar al dictador en la presidencia, también instituyeron un régimen del terror que se extendería hasta su renuncia el 4 de agosto de 1981.
Durante este periodo tuvo lugar una serie hechos luctuosos, como el asalto a la sede de la Central Obrera Boliviana (COB), donde fue asesinado Marcelo Quiroga Santa Cruz; la detención, confinamiento y destierro de decenas de figuras políticas; torturas, persecuciones y desapariciones forzadas; la Masacre de la Calle Harrington el 15 de enero de 1981, donde perecieron asesinados ocho líderes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Aún quedan grabadas en la reminiscencia las frases vertidas por su ministro del interior, Luis Arce Gómez, quien temerariamente afirmara: “todos aquellos elementos que contravengan al Decreto Ley -17.610 de 17/09/1980-, tienen que andar con su testamento bajo el brazo”.
Durante este periodo nefasto el rol de las Fuerzas Armadas fue ampliamente reprochable, aunque en contrapartida, disfrutaron -claro está- de las prerrogativas y ventajas que ofrece el poder estatal. Pareciera ser que asumir la presidencia de la república hoy, en periodos democráticos, exige como condición sine qua non, una anuencia militar sosegada, con la condición de que los gobiernos civiles deben necesariamente conservar sus privilegios.
Este breve repaso de las páginas amargas de la historia debe avivar en ésta y las generaciones venideras, la necesidad imperiosa de profundizar la democracia como sistema de gobierno político y forma de vivir del pueblo, que garantiza el ejercicio libre de los derechos ciudadanos consagrados en la CPE. Pese a las grandes vicisitudes a las que continuamente se ha visto sometida por acciones impropias de los ocasionales “inquilinos” de palacio de gobierno, que arropados en su mayoría parlamentaria suelen tergiversarla, manipularla y deformarla; es deber de todos, conservar este legado y bien más preciado conquistado por compatriotas que lucharon y dieron su vida por ella.
Razón más que suficiente que compromete a resguardarla celosamente ante acciones improcedentes que la pervierten, haciéndola ver como una “conquista de un partido político”, un favor del poder imperante, e incluso a costa de transitar por periodos de crisis e inestabilidad social económica y política.
Lo cierto es que vivir en democracia implica construirla día a día, respetando el estado de derecho, otorgando al soberano la potestad de elegir libremente a sus gobernantes y sea también ese soberano quien determine cuándo concluye su mandato mediante los mecanismos que prevén las leyes y normas jurídicas vigentes, a pesar de las pretensiones inescrupulosas de aferrarse ilegalmente a los cargos públicos. Asimismo, el ejercicio democrático debe garantizar que todas las acciones estatales se hallen enmarcadas bajo el imperio de la Ley, su cumplimiento y aplicación con independencia de poderes, evitando la perniciosa injerencia, abusos y excesos de quienes detentan el poder y el sistema judicial.
El autor es MGR. Docente e investigador
UMSS – Cbba.
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