Luego de 13 años, nueve meses y 19 días, Evo Morales finalmente renunció a la presidencia, obligado por la movilización social, tras conocerse el informe preliminar de auditoría de la OEA que confirmaba las fundadas denuncias de fraude electoral.
Dicho informe estableció la imposibilidad de certificar la integridad de los comicios generales, al constatar graves irregularidades en los cuatro elementos analizados (tecnología, cadena de custodia, integridad de las actas y proyecciones estadísticas), así como una clara manipulación del sistema TREP y el cómputo oficial.
Múltiples argucias fueron elaborándose, desde las esferas gubernamentales, para no sacar a luz el plan maquiavélico de recurrir al manoseo del escrutinio que pretendía asegurar un cuarto mandato de quien hoy es asilado político en México, y cuya tendencia mitómana no deja de sorprender a propios y extraños. Es asombrosa la facilidad que posee Morales para mentir a boca de jarro, aventurándome incluso a señalar que su conducta es definitivamente patológica.
Tal atributo podría serle acreedor a un doctorado Honoris causa en el “arte de mentir” y que, en otras circunstancias, con seguridad, ciertas universidades no dudarían en otorgarle semejante distinción para congraciarse ladinamente con el dictador ególatra, a cambio de algunos beneficios y ventajas. Su tendencia a distorsionar la realidad como vía de escape para no afrontar las consecuencias de sus actos; la búsqueda exagerada de un reconocimiento inmediato para ocultar sus grandes limitaciones y complejos personales e intelectuales, así como la confección de discursos incorrectos que deforman y falsean la verdad de los hechos, dan cuenta de su avanzada experticia mitomanía compulsiva.
Al parecer su fama ha trascendido las fronteras, desplegando sus habilidades mañosas para hacer creer a cuanto ingenuo trasnochado del país que lo cobija, su condición de víctima y perseguido político obligado a renunciar por la escalada de violencia desatada e impulsada por una derecha radical en el país.
Guion por demás exagerado y fantasioso, así como su conveniente imagen de indígena segregado, pobre y excluido, solo aspira lograr solidaridades y apasionamientos sugerentes de quienes lo escuchan, llamar su atención, inspirar respeto y hasta admiración para llenar sus carencias. Imagino que en algún momento el endiosado cocalero consiguió al menos sentirse sorprendido diciendo la verdad, pues queda claro que se siente bastante cómodo mintiendo.
Aunque ya nada podría sorprendernos de este pintoresco paladín populista que, seguramente, transitará su legado por las páginas oscuras de la siempre dura e incontemplativa memoria histórica.
Desde tierras aztecas continúa profiriendo argucias con tanta facilidad y con la convicción de quien se cree a sí mismo. Sin experimentar vergüenza y estupor alguno, brinda entrevistas a diestra y siniestra en franca contravención a lo estipulado en el Tratado sobre asilo y Refugio Político de Montevideo de 1939. Aunque, por otro lado -y para bien de todos- se está dando a conocer ante el mundo tal cual es, evidenciando que la honestidad y la sinceridad no son precisamente virtudes que haya cultivado para sí. En la hora crucial del mea culpa, probablemente comprenda que su falta de cálculo de la fuerza contenida de una oposición política; el despertar de una clase media esencialmente urbana y con jóvenes que crecieron bajo este régimen, ante el hartazgo mañoso de su prorroguismo desmesurado, los casos de corrupción y la opulencia desmedida que, en definitiva, causaron un quiebre de credibilidad, pero también en la gobernabilidad.
Queda la esperanza para que algún día deje de mentirse a sí mismo, aceptar que nunca fue víctima de un golpe, pues fueron sus propias acciones y errores que lo condujeron al descrédito general en el que se encuentra. El autor es MGR. Docente e investigador UMSS – Cbba.
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